La cultura de la guerra
Cien días es un periodo de tiempo escaso para establecer el balance sobre las consecuencias de un hecho cuya sombra se proyectará durante décadas. Los optimistas dirán que, en tan breve plazo, se han culminado las operaciones militares en Afganistán y Occidente va a ser capaz de instaurar allí un régimen semidemocrático o, por lo menos, más abierto que el de los talibanes. Los pesimistas harán hincapié en la restricción sobre las libertades que las autoridades americanas aplican en nombre de la seguridad y en la inutilidad de combatir al terrorismo mediante el recurso de los ejércitos, con las secuelas inevitables y terribles de que cientos o miles de inocentes ciudadanos asiáticos paguen, con su vida, la de los miles de inocentes ciudadanos norteamericanos masacrados en las Torres Gemelas. Mientras, los esfuerzos de los agentes económicos procuran, a duras penas, una vuelta a la normalidad en los mercados, hoy más amenazados en el caso de España por la situación argentina que por un eventual crash de Wall Street, y la abundancia de chistes sobre un personaje tan detestable como Bin Laden ponen de relieve los deseos de fuga de la realidad que la gran masa de las poblaciones occidentales experimenta, en fechas en las que el consumismo y la alegría a plazo fijo vienen ordenadas por el calendario de la tradición cristiana. Pero sobre el problema de fondo, la globalización de la violencia y del odio y las dificultades de los líderes mundiales para ponerse de acuerdo en políticas de cooperación y solidaridad, se ha avanzado bien poco en los debates, y se discute apenas nada en los periódicos, todavía reacios, también, a analizar el nuevo marco de las relaciones internacionales que de estos hechos ha de derivarse.
Tres meses después del insidioso ataque a las Torres Gemelas y al Pentágono, el mundo parece querer sacudirse la angustia indescriptible que vivió aquellos días parapetándose en un activismo irreflexivo, en el que todos quieren disparar primero y preguntar después. Y lo que se muestra como denominador común en todas las sociedades, en todas las latitudes, en todas las religiones y culturas, es un aumento del fundamentalismo, una resistencia y un temor indescriptibles frente al otro, cualquiera que sea ese otro, frente al diferente y el intruso. Hemos asistido a declaraciones tan rotundas como la de que todos los terrorismos son iguales, que puestas en boca del padre Topete tendrían explicación, pero pronunciadas por los líderes que nos gobiernan hacen sentir escalofríos y recuerdan a esas otras expresiones, tan frecuentes en los animadores del borreguismo político, de que todos los gobiernos, o los partidos, o los regímenes, son iguales. No niego que el poder en todas sus formas, sea económico o militar, se ejerza con violencia o mediante persuasión, tienda a generar un cierto aire de familia entre quienes lo disfrutan. Pero tendríamos que recuperar un poco del relativismo moral weberiano si no queremos que los valores democráticos y el significado de la libertad perezcan en nombre de la seguridad o se vean en cuestión, so pretexto de combatir las injusticias del mundo. Soy de los que piensan que el 11 de septiembre fue una fecha contra la democracia y siempre he creído que ésta tenía el deber y el derecho de defenderse, también recurriendo al uso de la fuerza. No me conmueven, por eso, el pacifismo gratuito de los acomodados ni las lágrimas de cocodrilo de quienes drenan sus malas conciencias a base de populismo barato. Pero nada de eso significa que debamos asistir, impasibles, a la militarización de las conciencias y a la ausencia de iniciativas comunes, en otros terrenos que no sea el de la defensa, por parte de los gobiernos de los países desarrollados. La única forma de preservar la pervivencia de la democracia es más democracia, más diálogo, más cooperación. La única forma de rentabilizar, a medio plazo, los éxitos militares es la construcción de una paz duradera basada en la confianza mutua. Y todo lo que hemos visto estos días es un retroceso de décadas, teórico y práctico, respecto a esos planteamientos.
Quizá el ejemplo más irritante y doloroso de lo que digo sea el empeoramiento de la crisis de Oriente Próximo. Dicho así, parece como si respondiera, por cierto, a una catástrofe meteorológica, o fuera el resultado de la acción de las fuerzas de la naturaleza, pero es la consecuencia de las políticas concretas que hacen quienes ocupan el poder. A esta situación nos han conducido la arrogancia criminal del primer ministro israelí y la debilidad cínica de la Autoridad Palestina -cuyas acciones, las de unos y otros, ponen precisamente de relieve que no todos los terrorismos son iguales, aunque todos sean condenables-, pero también hay que denunciar el pasmo y la falta de liderazgo de los gobiernos europeos. En los pasillos de Washington y también en los círculos de Wall Street se habla mientras tanto, sin recato, de que las próximas operaciones militares se harán contra Somalia e Irak. Y cuestiones menores, pero importantes para nuestro país y para el equilibrio europeo, como las relaciones con el Magreb, se liquidan a base de petulancias nacionales, en las que los intereses generales, el bien común y la democracia son conceptos nuevamente secuestrados por unos y por otros, y arrojados como piedras contra la cabeza del que no piense lo que es debido y como es debido.
O sea, que el uso de la fuerza, por inevitable que sea y haya sido, no resolverá nada si no viene acompañado de un esfuerzo por edificar una auténtica cultura de paz, en lo que no se aprecian muchos avances. Esta es una lección que debería haber aprendido la humanidad después de padecer dos guerras mundiales en sólo una cuarta parte del siglo XX. Esperemos que la justificada obsesión por capturar y castigar a Bin Laden y la satisfacción ampulosa con la que el orbe llamado civilizado envía ahora una fuerza de paz al Asia central no eviten recordar a los poderosos que la medicina preventiva y el diagnóstico precoz son terapias que se aplican también a los males del mundo, no sólo a los de las personas.
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