Una ley que nos aleja de Europa
El progreso de nuestro país ha estado relacionado desde hace bastantes decenios con su europeización. El atraso, la falta de libertades en los dos últimos siglos han tenido mucho que ver con la exaltación de nuestra singularidad, con el orgullo proclamado por algunos de ser diferentes. Ortega lo sintetizaba de manera preclara en su afirmación de que 'España es el problema, Europa la solución'; así lo entendió también Castillejo, con su extraordinario proyecto para ampliar la formación de nuestros universitarios en centros y laboratorios extranjeros. En el esfuerzo de normalización europea desarrollado durante el actual periodo democrático, la Universidad española ha dado pasos gigantescos de aproximación al comportamiento y las inquietudes de las instituciones europeas de educación superior, y en ello ha tenido mucho que ver la Ley de 1983. La LRU ha supuesto una notable base para la modernización de la Universidad española, ha roto con el aislamiento tradicional y el elitismo que la caracterizaron en épocas anteriores. Sin embargo, la sociedad, afortunadamente, ha cambiado mucho en estos años y para satisfacer sus necesidades emergentes es fácil convenir que no es suficiente dejar que pase el tiempo sin profundizar en la reforma. El marco legislativo que rige nuestras universidades precisa una adaptación urgente, pues la LRU en asuntos clave se muestra insuficiente o parece agotada.
Después de cinco años de silencio, sin tomar ninguna medida sustancial de política universitaria, el Gobierno conservador acelera el paso y en un impulso -que tiene bastante de improvisado, donde no han cabido el debate previo ni el pacto- elabora el nuevo proyecto de Ley de Universidades. Una Ley que, tras una retórica declaración de intenciones con la que es difícil estar en desacuerdo, no aborda ninguno de los temas nuevos que justifican el cambio legislativo. Una Ley que da vueltas a las cuestiones resueltas por la LRU y pretende esencialmente su revisión ideológica, con 'espíritu' de 1983, no acorde con las expectativas sociales actuales. Una Ley con inquietudes antiguas e ideas rancias que, si no rectifica, nacerá obsoleta.
La nueva Ley proclama su voluntad de contribuir a la integración del sistema universitario español en el espacio europeo de educación superior. Es una declaración alejada de la realidad perfilada en el texto articulado, que no contribuye en nada sustancial a la armonización de nuestra Universidad con la europea. Por el contrario, los cambios organizativos que propugna son divergentes con los introducidos en muchos sistemas universitarios del continente a lo largo de la última década. El procedimiento de elección del rector es un ejemplo de cómo esta Ley nos distanciaría de las universidades europeas avanzadas, cuyas reformas recientes no se han centrado en la elección de los dirigentes, sino en que las estructuras organizativas sean más flexibles, en la introducción equilibrada de incentivos y programas de evaluación, en que se faciliten las investigaciones multidisciplinarias (dificultadas por el obsoleto catálogo de áreas de conocimiento vigente, que la Ley mantiene), etcétera. Otro ejemplo de alejamiento de Europa (hay muchos más) lo marca la ausencia de un capítulo en la Ley que se ocupe de las relaciones de la Universidad con su entorno, donde se establezcan cauces para la participación en los proyectos ciudadanos y las transformaciones tecnológicas.
La Ley ignora el valor de la pedagogía y la formación del profesorado. Mientras que en la mayor parte de los países europeos se están tomando medidas para revalorizar las actividades pedagógicas de los profesores, redefinirlas e incentivarlas, la nueva Ley se ocupa sólo, con mucho detalle reglamentario, de la forma en que han de seleccionarse los docentes y no de capacitarlos para la transmisión de conocimientos, ni de estimular sus tareas de coordinación de las enseñanzas, ni de incorporar las nuevas tecnologías educativas en el aprendizaje, ni tampoco del apoyo continuado a los estudiantes. Esta Ley no anima al cambio de actitud de los profesores ni al papel protagonista de los alumnos en su formación. Ante el atrevimiento de otros europeos en esta cuestión, aquí sólo se propone un horizonte de rutina.
Más valdría que aprendiesen de experiencias ajenas e incorporasen alguno de los buenos resultados de nuestros vecinos europeos, en lugar de inventarlo todo de nuevo -de 'ser diferentes', con las connotaciones históricas tan oscuras que ello representa- como pretende la nueva Ley. Podrían aprender de otros analizando los procesos de descentralización seguidos en Alemania o los Países Bajos, las necesidades de coordinación que plantean y de qué manera una política universitaria eficaz y creíble requiere financiación específica. Si nuestras universidades están alejadas de los valores medios europeos en su financiación, más alejados se encuentran los sistemas de ayuda a los estudiantes y los mecanismos de asignación de recursos, cuestiones que la Ley no aborda con rigor. También podrían aprender de otros (de Francia, de Dinamarca, de Suecia, etcétera) y diseñar unos programas de estudio menos cargados y menos complejos.
No nos debemos resignar aceptando aquello que decía Pascal: 'Verdad más acá de los Pirineos, error más allá'. No es un camino afortunado el que abre la nueva Ley. Una Ley que nos aleja de Europa.
Francisco Michavila es catedrático y director de la Cátedra Unesco de Gestión y Política Universitaria de la Universidad Politécnica de Madrid.
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