Opiniones
Es difícil tenerlas como se tiene un coche o una casa, o sea, en propiedad. Lo común es tenerlas prestadas o alquiladas, aunque nunca lo admitamos en público. Opinamos de todo a todas horas, pero a menudo somos como huecos muñecos de ventrílocuo. Cada uno de nosotros haría un insufrible tertuliano de radio o de televisión, esos señores y señoras que se las saben todas y lo mismo disertan sobre los entresijos de la CIA que sobre la reproducción del oso panda con todo el desparpajo y el aplomo del mundo. Sólo la timidez, mucho más extendida que la discrección, logra frenarnos.
La opinión publicada -a diferencia de la que se difunde a través de las ondas- suele expresarse con mayores cautelas, aunque tampoco siempre. Si las palabras se las lleva el viento, a las columnas periodísticas el tiempo -aunque sea seco- acaba convirtiéndolas en papel mojado. Opinar con fundamento no es tarea sencilla, pero aún es más difícil reconocer que uno carece de opinión sobre la implantación del euro, el futuro de Osama Bin Laden o el proyecto de ley de Presupuestos de nuestra peculiar comunidad autónoma.
Propias e intransferibles, agudas y tajantes y personales son las opiniones de Josep Pla que acaba de reunir Valentí Puig en un libro de más de 700 páginas. Observar y opinar sobre lo que veía, sobre lo que vivía, es lo que el escritor ampurdanés hizo toda su vida. Su grandeza y su encanto, al margen de su prosa inmejorable, está en su opiniones, en su capacidad judicativa propia, tan políticamente incorrecta, tan saludable y tan molesta a veces.
Vean lo que opinaba de nosotros: 'A mí me parece -por intuición- que cuando un vasco se da a la intolerancia y a la reciedumbre se convierte en la quintaesencia del castellano. Cuando, por el contrario, su temperamento y su formación le llevan a la tolerancia y a la amabilidad, resulta un centroeuropeo absolutamente estándar'.
Opinar libremente, por desgracia, tampoco es tan sencillo en nuestro ajetreado país. Tener una opinión y tener un problema se pueden convertir en una misma cosa. Manda la reciedumbre.
¿Para qué elaborar, sostener y expresar una opinión si medio país adopta con fe ciega las que expone su líder, según esté de humor esa mañana, desde el arengatorio de Sabin Etxea? Tener una opinión, en estos negociados, es convertirse en un indeseable michelín, ya lo saben, en la grasa que sobra. Pensar por cuenta propia, apartarse de la sana ortodoxia es, como en los grises años del franquismo, convertirse en un tipo sospechoso, un aguafiestas (¿dónde estará la fiesta?) de la cáscara amarga.
En un país en donde a todas horas invocamos el diálogo y la pluralidad, los ciudadanos con ideas propias y, por tanto, distintas, son toda una rareza. Lo deseable sería que la cacareada opinión pública fuese la suma real de millares de opiniones privadas y libres.
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