El dueño de la vida
La negativa de los lores de Londres al suicidio asistido de una tetrapléjica que vive severamente torturada, la condena en Valencia a una mujer que ayudó a su amiga a morir como deseaba, la resistencia a la 'píldora del día siguiente' por un tribunal andaluz o, por el contrario, el estímulo de la ministra Villalobos a que la mujer exija al hombre el preservativo siguen planteando la cuestión de quién es el propietario de la vida. Una enorme nube de creyentes de todas clases la sigue poniendo en manos de Dios, de quien cree que la da y la quita aunque sea por intermediarios extraños. Una copa de champaña de más -o de tinto- puede originar una vida inesperada para sus progenitores; unos afganos también creyentes pueden robársela a 3.000 neoyorquinos, cuyos ángeles de la muerte se la quitarán a unos afganos asombrados y lejanos. Hay que estar muy desesperado para tener la simple idea de que tras eso hay un gran hombre de barba blanca y un triángulo en la cabeza, capaz de inspirar a los lores británicos, que son ya un excipiente de la vida. Los ateos somos mucho más bondadosos para con la idea de Dios: damos a la vida un valor absoluto para el que la tiene y se la administra, la defendemos contra los verdugos, los navajeros, los terroristas, los errores médicos, los bacilos de Koch, el conductor ebrio o el médico equivocado (entre las noticias: en Madrid, un detenido pidió ayuda médica porque tenía úlcera, le dieron paracetamol y murió en el calabozo). Todo eso puede ocurrir; no soy el propietario único de mi vida, sino de unos procesos de vejez mía y de los otros, y de unos azares, y unas modificaciones de la naturaleza: pero yo soy el vigilante de la mía y de los que están conmigo por este mundo. No admito que un Estado, que nunca es humano, estimule a nacer o a morir en razón de sus necesidades de clase: más obreros, más guerreros, menos comilones.
Esto es naturalmente vago: todo pensamiento es vago en una sociedad indecisa, con los sacerdotes momificados y los filósofos atónitos. Lo que expreso es más sencillo: el derecho a engendrar es mío y de quien quiera acompañarme, el derecho a morir es mío y de quien tenga que ayudarme si yo no puedo hacerlo solo.
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