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Columna
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El adversario

0Hay mundos verdaderamente admirables y cerrados: células subversivas que utilizan contra la ley las armas que la ley pone a su alcance. Estoy pensando en ese señor de Granada que llevó al Tribunal Superior andaluz su derecho a no vender cierto anticonceptivo: miembro de una asociación a favor de la ética sanitaria, se declaró objetor de conciencia, robándole las palabras a los primeros antimilitaristas. La conciencia le prohíbe vender ciertos anticonceptivos en su farmacia: la verdad es que no tiene farmacia, pero tiene conciencia, y quizá su conciencia esté calculando solicitar del Estado la concesión de un despacho farmacéutico mientras difunde las obsesiones proconceptivas de la jerarquía católica.

No es difícil encontrar preservativos en las farmacias, todas las marcas y todas las texturas y calidades, y he visto comprar anticonceptivos sin receta médica. Así que, de acuerdo con la realidad, la Junta de Andalucía incluyó los anticonceptivos esenciales en la lista de medios y sustancias que debe haber en una farmacia. En estas cosas encuentran un pretexto para la guerra ideológica aquellos que luchan contra una sociedad que quiere ser laica. Emma Bonino ha recordado en Sevilla la misoginia de nuestras religiones, tres religiones y una sola raíz muy terrestre, judíos, cristianos y moros, citados por orden de aparición. La iglesia católica ha querido a la mujer enclaustrada en el convento o en el hogar, controlada a través del confesionario, esa oficina donde se fortalecía la sujeción de la mujer al hombre, y el cura aconsejaba donaciones y herencias en un mundo fundamentalmente agrario.

Los anticonceptivos revolucionaron la vida de las mujeres: la iglesia católica hace bien en combatirlos (incluso combate el preservativo, que, además de evitar hijos no queridos, previene enfermedades fatales). Comprendo los intereses de la iglesia, pero me confunde el histrionismo con que la izquierda gobernante maneja estos asuntos: a pesar de la iglesia católica, hoy se ve natural el uso de anticonceptivos y resulta innecesario enfatizar heroicamente lo obvio. Aceptando que el poder económico llega a entenderse por igual con las izquierdas y derechas simétricas, y comprobando que algunos gobiernos conservadores superan a los progresistas en sanidad, educación, transportes y comodidad en las ciudades, ¿sólo le queda a la izquierda la bandera de la inmaculada anticoncepción? El objetor y activista episcopal de Granada se ha convertido, sin quererlo, en un signo de identidad izquierdista: como si la aparición de un adversario real demostrara por fin la existencia real de la izquierda.

La derecha nacional colabora: ¡la ministra de Sanidad ve lógica y elogiable la oposición de los jueces a que las farmacias deban tener anticonceptivos a disposición del público! Parecen batallas de otro tiempo. Pero, en contra de quienes creen que el tiempo sólo se mueve hacia delante, yo creo que, en épocas especialmente míseras, le cabe rebobinarse y volverse loco. Dada la insensatez derechista en el caso, la izquierda podría contribuir a que estas cuestiones sigan siendo normales y nada heroicas, a pesar del activismo episcopal.

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