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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

De mal en peor

El Ministerio de Hacienda ha impuesto en el Consejo de Política Fiscal y Financiera su decisión de gravar con una tasa de hasta 5,6 pesetas cada litro de gasolina o gasóleo y amenaza con aplicar nuevas subidas a los impuestos que gravan el alcohol y el tabaco. La coartada para subir los impuestos indirectos, al margen del debate presupuestario y tomando como rehenes a las comunidades autónomas gobernadas por el PP, es que los compromisos para financiar la sanidad adquiridos en el último acuerdo de financiación autonómica requieren más de 100.000 millones de pesetas de ingresos adicionales.

Existen sospechas fundadas de que Hacienda pretende en realidad salir del atolladero en el que se ha metido por su terquedad en sostener el principio del déficit cero para el año próximo, en el que puede registrarse la desaceleración económica más intensa del último decenio, y su incapacidad para rehacer el Presupuesto de 2002 sobre bases más realistas. Pero aunque la financiación de la sanidad autonómica fuese el último objetivo de los recargos fiscales diseñados por Cristóbal Montoro, quedan en pie dos cuestiones sin responder. La primera es por qué no se plantearon las nuevas necesidades financieras en el momento en que se debatió el pacto de financiación autonómica, y la segunda es por qué el nuevo tributo sobre los carburantes, del que van cuatro pesetas a la Hacienda central, se ha convertido en un trágala, impuesto en el último momento y sin que haya mediado la mínima discusión acerca de los efectos del recargo sobre las autonomías que tendrán que arrostrar la impopularidad de cobrarlo, y, sobre todo, sobre los consumidores y las empresas, que habrán de cargar con el encarecimiento de la producción y de los servicios.

Para el crecimiento económico y el consumo, la tasa sobre los carburantes, como los recargos que lleguen a imponerse sobre el alcohol y el tabaco, constituyen un despropósito notable. Desincentivan el consumo, aunque sea de bienes socialmente discutibles, en un periodo depresivo que exige en todo caso medidas de estímulo, y trasladan a los ciudadanos el mensaje inequívoco de que el Gobierno está dispuesto a aplicar cualquier ocurrencia tributaria para cuadrar unas cuentas públicas mal diseñadas y peor calculadas. En términos políticos, las exacciones de Montoro contradicen la cacareada voluntad del Gobierno de bajar los impuestos, estandarte de su campaña electoral y lema de su marketing político.

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