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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Injusticia de emergencia

Las medidas contra el terrorismo desplegadas tras el 11 de septiembre están provocando una merma de las libertades civiles y del Estado de derecho en las democracias amenazadas. Que por una misma acusación de sospecha de terrorismo una persona, según sea ciudadano de EE UU o extranjero, pueda ser juzgada por un tribunal civil o una corte militar, como ha dictado Bush en una orden ejecutiva, atenta contra principios básicos del derecho.

La orden ejecutiva de Bush, que invoca normas arcaicas no abolidas, lleva a que EE UU pueda juzgar a cualquier extranjero sospechoso de terrorismo por un tribunal militar en territorio nacional, lo que incluye una embajada, un buque o un avión. La ansiedad suscitada por las nuevas amenazas no debería hacer olvidar que, por ejemplo, los responsables del atentado de 1993 contra las Torres Gemelas fueron juzgados y condenados por la jurisdicción ordinaria.

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La supresión del secreto en las comunicaciones entre detenidos y sus abogados, la posibilidad de detención indefinida sin cargos, incluso la hipótesis del recurso a la tortura, han sido invocadas como necesidades impuestas por las características de la amenaza del terrorismo a gran escala. La paradoja es que con ello se estará facilitando uno de los objetivos de los terroristas: socavar los cimientos de la sociedad democrática.

No se trata sólo de Estados Unidos. La propuesta de internamiento de emergencia indefinido, sin juicio previo, para extranjeros sospechosos de terrorismo en el Reino Unido constituye otra aberración. La situación creada tras el 11-S no justifica que Blair declare el estado de emergencia o de guerra para dejar en suspenso parte del Convenio Europeo de Derechos Humanos, que entró en vigor hace apenas 13 meses. El rechazo de la tortura es una cuestión de principios. Hasta Israel, que la ha practicado oficialmente bajo el eufemismo de 'presión física moderada', vio ilegalizado este tipo de prácticas por su Tribunal Supremo.

Cosa distinta es que los países europeos, o la propia Unión Europea como tal, adopten medidas para controlar el derecho de asilo y la inmigración ilegal. Los más rigurosos controles policiales en los viajes aéreos o de las cuentas bancarias suponen incomodidades ciertas, pero no constituyen un atentado a las libertades civiles.

Muchos regímenes democráticos están revisando sus legislaciones para mejorar la lucha antiterrorista. España sabe bastante de esto: la presión terrorista ha obligado a afinar la legislación, pero el Tribunal Constitucional ha intervenido cada vez que el Ejecutivo había traspasado ciertos límites; y, en general, los debates públicos han mantenido a la opinión ciudadana bien informada sobre lo que estaba en juego, sin deslizamientos demagógicos.

En la tradición democrática norteamericana es característico un juego de contrapesos que refuerza la influencia del legislativo o del judicial cada vez que el Gobierno abusa de su poder. Ahora, senadores y congresistas han manifestado su inquietud ante las iniciativas de Bush e instado a un debate sobre la legalidad de las mismas. Es significativo que, tanto entre los políticos como entre los periodistas, personalidades conservadoras figuren entre las más críticas. Ello indica que si bien existe un riesgo de involución autoritaria en materia de derechos y garantías, también hay una clara conciencia de ello y capacidad de reacción institucional y social. Lo mismo ocurre en Europa.

El Congreso norteamericano ya limitó a siete días las detenciones sin comunicación de extranjeros, cuando el Gobierno quería que fueran indefinidas. En el Reino Unido, las propuestas de Blair han levantado serias críticas en su propio partido, en una parte de la prensa, y en organizaciones de defensa de los derechos humanos que consideran, con fundamento, que pueden llevar al encarcelamiento ilimitado sin cargos ni juicio de inocentes. La lucha contra la agresión terrorista no puede pasar por dar marcha atrás en conquistas que son las que diferencian a las democracias de los regímenes autoritarios que implantarían, si pudieran, los autores de esas agresiones.

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