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Columna
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Porras

La vieja porra de goma, una herramienta primitiva, fruto de una tecnología rudimentaria pero contundente, vuelve a contar como instrumento pedagógico en los reformatorios madrileños, último recurso autorizado por ahora para reducir a los menores irreductibles y rebeldes que se amotinan contra la autoridad establecida y la obligada disciplina de estos centros de internamiento, que suelen ser antesala de la cárcel y no preámbulo de reinserción o rehabilitación alguna.

La porra recupera también su protagonismo en las calles, profusamente empleada por las fuerzas del orden público sobre las espaldas de los estudiantes que defienden la enseñanza pública y protestan contra la reforma, contrarreforma, de la enseñanza universitaria.

Más ergonómica y manejable que el tradicional garrote, la porra vivió momentos de esplendor y probó su eficacia en mil refriegas campales y desproporcionadas en los campus de batalla de la Ciudad Universitaria. A pie o a caballo, los grises, uniformados a juego con el paisaje de aquellos años de plomo, repartían estopa, sin compasión ni tregua, con impunidad y sin testigos incómodos porque la prensa, la radio y la televisión estaban amordazadas o compradas, cómplices voluntarias o resignadas, cautivas de un régimen tiránico, talibánico, que condenaba, castigaba y silenciaba cualquier conato de disidencia.

A los grises les comparaban los estudiantes apaleados, que se refugiaban en la ironía como último recurso, con los desayunos baratos de las cafeterías, 'porque llevaban porras y tenían muy mala leche'. Las porras eran sus instrumentos de trabajo y la mala leche se la inyectaban en vena sus mandos, que les arengaban en el claustrofóbico habitáculo de sus furgones, donde les hacinaban horas antes de la manifestación, contándoles que estaban allí sufriendo toda clase de incomodidades y con los nervios de punta por culpa de unos niños de papá, señoritos mimados que no sabían agradecer los favores que les dispensaba el sistema, el privilegio de acceder a unos estudios universitarios vedados para ellos, los humildes servidores de la ley.

Las porras de hoy, tal vez más ergonómicas aunque no menos contundentes que las de ayer, rebrotan en la letra pequeña de las crónicas sin que cunda el escándalo; porras homologadas y autorizadas para la reeducación de menores díscolos confiados a la tutela de unas instituciones que siguen fieles al draconiano lema de la letra con sangre entra; porras desenfundadas y esgrimidas contra manifestantes desarmados; porras que rompen cámaras y marcan espaldas de reporteros; porras para desokupar okupas o desbandar pandillas de ruidosos adolescentes adictos al botellón; porras por doquier que golpean y luego preguntan.

Cuentan, y debe ser verdad, que Pilar del Castillo, ministra del ramo educativo y cultural, cuando aún estaba educándose y culturizándose como señorita privilegiada en la universidad, militó en las filas -hordas, en el lenguaje políticamente correcto de entonces- de aquellos estudiantes réprobos y desagradecidos que, contaminados por el marxismo ateo y el materialismo dialéctico y corruptor, afrontaban el martirio cotidiano de los guardianes de la ley, envueltos en revolucionarias pancartas y coreando irredentas consignas en las que se ponían en entredicho los más sacrosantos valores de la civilización occidental y cristiana en general y del Movimiento Nacional, entelequia institucional del franquismo, en particular.

Pilar del Castillo, más joven y seguramente con una vestimenta más cómoda e informal de la que hoy luce, estaba ayer con aquellos manifestantes que, según los sumisos periódicos de entonces, salían a la calle profiriendo gritos subversivos de 'justicia y libertad', los mismos que hoy corean los estudiantes en huelga, con un clamor que al parecer no resulta lo suficientemente unánime como para que la ministra lo tenga en cuenta.

En el caso de doña Pilar, aquella terapia de porras y palos contribuyó decisivamente en un proceso de formación que la ha situado donde hoy está. Tal vez por eso, con la mejor intención, la ministra del Castillo se muestra proclive a que se sigan utilizando las porras de goma con fines pedagógicos.

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