Kioto sobrevive
El Protocolo de Kioto para luchar contra el calentamiento de nuestro planeta sobrevive tras la reunión de Marraquech, lo que no es poco tratándose de uno de los acuerdos internacionales más controvertidos y peleados, y tras el fracaso, ahora hace un año, de la cumbre de La Haya y el posterior abandono por parte de Estados Unidos. La Unión Europea abanderó en el último momento en la ciudad marroquí un pacto con los países en vías de desarrollo y con Japón, Australia, Rusia y Canadá, tras limar en interminables negociaciones los puntos más conflictivos.
En 1997 se aprobó en la ciudad japonesa un principio de acuerdo para poner freno a la creciente contaminación de la atmósfera por gases de efecto invernadero, generados especialmente por el uso de combustibles fósiles (petróleo, carbón y gas natural) como fuente de energía. La mayoría de los expertos opinan que dichos gases, de los que el dióxido de carbono es el más representativo, contribuyen al calentamiento global de la atmósfera, que hay evidencia de que ese fenómeno se está produciendo y que sus efectos pudieran ser de enorme envergadura. El Protocolo de Kioto estableció un objetivo de reducción de vertidos para los países desarrollados del 5,2% para 2008-2012, tomando como cifra de referencia la de 1990.
Una reducción tan modesta no puede resolver el problema ya creado, pero supone un cambio sustantivo en la tendencia desbocada al crecimiento de las emisiones. Aun así, conseguir los objetivos marcados presenta tales complicaciones que el acuerdo de 1997 no era más que el principio de un largo camino que exige, entre otras cosas, fijar los criterios técnicos y políticos para su aplicación práctica y su ratificación por un número suficiente de países. La reducción de emisiones de gases de efecto invernadero en los países desarrollados implica medidas complejas en el transporte, el suministro energético, los procesos industriales, la agricultura y hasta los hábitos sociales, de forma que no es sorprendente que algunos de ellos se muestren remisos; muy señaladamente, EE UU. La Unión Europea ha mantenido una posición de apoyo consistente al Protocolo de Kioto.
Un hito importante fue el acuerdo alcanzado el pasado julio en Bonn sobre aspectos que es preciso aclarar para la entrada en vigor del protocolo: la consideración de nuevas masas forestales como posibles sumideros de CO2 y, por tanto, una contribución negativa a los vertidos; la ayuda a los países en desarrollo para que puedan crecer sin comprometer los objetivos de reducción de emisiones, la compraventa de derechos de emisión entre países o las sanciones para quienes no cumplan sus compromisos. Lo que se logró en Bonn fue importante, pero EE UU, el país más contaminante del mundo en términos absolutos y en relación con su población, lo rechazó definitivamente y no parece dispuesto a ratificarlo, lo que implica que no cumplirá sus compromisos iniciales.
En Marraquech se han acabado de perfilar los instrumentos técnicos. Se ha conseguido la adhesión de los cuatro países más reticentes a cambio de concesiones en su formulación. Hay ya firmantes suficientes para su entrada en vigor y disponemos de una descripción consensuada del cálculo de emisiones, las penalizaciones en caso de incumplimiento, los límites a los descuentos por el efecto de los bosques o la organización de la ayuda a los países en desarrollo. El proceso continúa, y su sola existencia es ya un factor positivo que está contribuyendo a modificar, siquiera sea modestamente, las tendencias vigentes en el momento de comenzarlo, pero es lento y no acaba de suscitar la respuesta global y decidida que está demandando un problema igualmente global. Y la posición estadounidense, en particular, desvirtúa de forma significativa los costosos e innegables progresos que se están produciendo.
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