Varios documentales prueban el auge de un género que se creía asfixiado por la televisión
'Sobibor', de Lanzmann, y 'En construcción', de Guerin, registran grandes éxitos de taquilla
En construcción, de José Luis Guerin, y Sobibor, 14 octobre 1943, 16 heures, de Claude Lanzmann, son dos películas que, en España y Francia, vienen a recordarnos que el género documental existe, que la realidad puede tener un atractivo igual, si no superior, al de la ficción más elaborada y que las personas interpretando su propia vida tienen a menudo un poder de persuasión al que muy raramente acceden los actores profesionales. A veces basta con saber mirar y escuchar para descubrir en el mundo que nos rodea historias más potentes y originales que las ideadas por el mejor guionista.
Lanzmann y Guerin, como también Jaime Camino, que se ha interesado por la suerte de los niños de Rusia en su último documental -estrenado en la pasada edición de la Seminci de Valladolid-, llevan años intentando ganarse la curiosidad de las plateas. Los cinéfilos conocen su tenacidad; uno de ellos por contar la shoah (el Holocausto) desde una perspectiva que no sea la de Spielberg y el otro por estudiar y disfrutar de la interacción entre cine y realidad. Sobibor es el cuarto largometraje de Lanzmann, director de la revista Les Temps modernes, que en 1985 estrenó Shoah, un relato de nueve horas y media tejido a partir de los testimonios de supervivientes de los campos de concentración y exterminio, y que en 1994 firmó Tsahal, una cinta sobre la especificidad del ejército israelí.
Sobibor empezó a rodarse en 1979, cuando Lanzmann encontró y entrevistó a Yehuda Lerner. Lo que éste contaba era tremendo, pero no se integraba en la lógica de Shoah, por lo que el director optó por no utilizar su testimonio, que era el de la excepción: el campo de Sobibor registró en efecto el único caso de sublevación coronada por el éxito de entre todas las intentadas por los judíos contra los nazis, una suerte de antigueto de Varsovia. En cierto modo puede decirse que el campo ucrainés es la réplica de La lista de Schindler, un filme montado también sobre la excepción, la del nazi bueno.
'Mi filme trata de la reapropiación de la fuerza y de la violencia por parte de los judíos', ha escrito Lanzmann. En efecto, lo que Lerner cuenta es que el 10 de octubre de 1943, a las cuatro de la tarde, un grupo de presos de Sobibor decidió acabar con los soldados nazis que les vigilaban y cómo lo consiguieron. 'Para los alemanes era impensable que un hacha pudiera convertirse en arma en manos de un judío, pues creían que éstos eran cobardes y psicológicamente incapaces de utilizarlas', dice el cineasta.
Hachazos de muerteEl organizador de la victoriosa rebelión se llamaba Alexandre Petcherski -los nombres de los héroes hay que recordarlos-; él la concibió y supo convencer a los alemanes para que le dejaran montar un taller de carpintería donde fabricar herramientas que convirtieran en más productivos sus trabajos forzados. Las hachas estaban ahí en principio para cortar madera, pero Petcherski y Lerner, el pacifista Lerner, las empuñaron para abrir la cabeza de sus guardianes.
Desde el pasado 17 de octubre las salas que presentan Sobibor, 14 octobre 1943, 16 heures están siempre llenas, como si los dos aviones lanzados contra las Torres Gemelas el 11 de septiembre hubieran afectado de manera sustancial la manera de representar la realidad. El de Lanzmann no es el único documental que está funcionando muy bien en París. Massoud, l'afgan también atrae a un gran número de espectadores, que prefieren informarse sobre lo que está sucediendo hoy en Afganistán a partir de un buen filme en vez de hacerlo a través de la CNN.
Le cas Pinochet, de Patricio Guzmán, es otra excepción en el panorama de la exhibición cinematográfica, otro ejemplo de cómo los rostros desconocidos de quienes han sabido ser fieles a sus convicciones tienen a veces más belleza que los de las estrellas de labios siliconados. El embrollo jurídico londinense es analizado con rigor y orden, con una claridad que ningún otro medio de comunicación ha podido ofrecer, en gran parte gracias a la ayuda de Ernesto Ekáizer, periodista de este diario, que explica las cuestiones legales como problemas de ajedrez. Otros personajes, como el fiscal Castresana, logran hacernos olvidar un mundo que dice tener como única lógica la del mercado al recordar que si Salvador Allende acogió a los exiliados republicanos que Pablo Neruda le enviaba, era justo y necesario que algunos españoles, más de 50 años después, quisieran acoger la protesta de los chilenos perseguidos por el dictador con nombre de payaso y apellido de mentiroso contumaz.
Otros cineastas miran la realidad directamente a los ojos. Se trata, por ejemplo, del iraní Abbas Kiarostami con ABC Africa, producido de nuevo por el francés Marin Karmitz, interesado por el destino de los huérfanos del sida, por los miles de niños a los que la enfermedad ha dejado sin padres y que viven en Uganda, gracias a un programa de ayuda internacional. O de Jean-Paul Andrieu en États de service, que sigue el trabajo desesperado de los médicos en su combate contra el cáncer.
Esos cinco documentales coinciden en este momento en la cartelera parisiense. Por su parte, el documental de José Luis Guerin, del que se han distribuido siete copias en España y que próximamente viajará a diversos festivales extranjeros, ha tenido cerca de 20.000 espectadores en sus tres semanas escasas de exhibición. Todo ello a la espera del estreno de Los niños de Rusia, de Jaime Camino.
Varios cineastas franceses, de Emmanuel Finkel a Sabine Franel, también han querido desafiar el tópico de que los documentales sólo pueden concebirse destinados a la televisión. Si la pequeña pantalla es hoy el destino último de todo el cine, ¿por qué seguir negándole al documental el derecho a existir en una sala? Pero para ello es importante demostrar que existe un público dispuesto a llenarla. Los éxitos en cartel permiten encarar el futuro con optimismo.
Babelia
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