Los años de plomo
Desde 1997, con intensidad sostenida, los jueces del País Vasco hemos aprendido a juzgar en tiempos de plomo, bajo la presión de la amenaza terrorista; nos hemos acostumbrado a no reparar en el anatema del 'antivasquismo' que repetidamente se nos ha dirigido desde las más altas instancias del sedicente nacionalismo democrático; sabemos ya hacer abstracción del sentimiento de profunda miseria moral que produce escuchar en una sala de justicia los alegatos de quien se está quedando con tus pequeños detalles personales para transmitírselos 'a la organización'.
En los últimos años, ininterrumpidamente, hemos despedido, en el más ingrato silencio institucional, a demasiados compañeros requeridos de exilio por concretas organizaciones abertzales. Por esas mismas concretas organizaciones que en otro tiempo tuvieron franca la puerta del despacho del vocal del Consejo General del Poder Judicial supuestamente encargado de velar por la independencia de los jueces en el País Vasco.
Y hemos podido constatar cómo la reivindicación de un 'Poder Judicial vasco', en contraposición política con el modelo constitucional de Poder Judicial, producía efectos corrosivos sobre la legitimidad, por la legalidad, en la que se basa el funcionamiento de la judicatura. Porque no puede sino tacharse de institucionalmente corrosivo que reivindicaciones de este género, en abierta pugna con el ordenamiento constitucional, hayan pasado a ser el programa político de los altos cargos del Departamento de Justicia del Gobierno vasco en la anterior y en la presente legislatura.
A la postre, todos y cada uno de los jueces del País Vasco hemos acabado expuestos a la intemperie de la violencia terrorista. Pero, sobre todo, hoy un número nada desdeñable de juristas coincide en diagnosticar que la judicatura se encuentra en una posición de grave debilitamiento dentro del sistema institucional de la Comunidad Autónoma del País Vasco.
¿Cómo sobreviviremos al día siguiente de que ETA asesine a un juez del País Vasco? La pregunta era recurrente cuando arreciaba la tormenta. Pero la respuesta urge hoy, el día después del 7 de noviembre de 2001, en el que los jueces del País Vasco hemos velado el cuerpo acribillado de nuestro queridísimo compañero, el magistrado José María Lidón.
En la misma mañana de su asesinato un nutrido grupo de jueces, fiscales y secretarios judiciales nos hemos declarado, públicamente, en disposición para juzgar, con plenas garantías de imparcialidad, a los asesinos de nuestro compañero. Queríamos expresar con ello que el terror puede quebrar nuestras vidas y destruir nuestras pertenencias, pero no ha podido ni va a poder acabar con la judicatura constitucional en el País Vasco.
El día después de llorar la memoria herida de nuestro compañero José María Lidón, los jueces nos esforzaremos, de nuevo, en denotar el tenue resplandor de la justicia; y lo haremos a la forma y manera del mejor constitucionalismo, frotando sobre el pedernal de los conflictos humanos con el sólo eslabón del Derecho vigente emanado de nuestras instituciones democráticas.
El odio y la vesania serán, para siempre, el patrimonio de quienes escribieron en un papel el nombre del magistrado José María Lidón, de aquellos a quienes les resultó existencialmente insoportable un juez de ejecutoria probadamente insobornable que además lucía y traslucía un magnífico acervo universitario; un magistrado de sonrisa franca y de incurable humor. El odio seguirá perteneciendo, en exclusiva, a los asesinos, esas personas por cuyos derechos estuvo dispuesto a jugarse la vida José María Lidón, viviendo apasionadamente en el País Vasco su condición de juez en democracia.
Juan Luis Ibarra es magistrado del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco.
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