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La guerra aviva el polvorín de Tayikistán

La república de Asia Central teme los efectos del conflicto en Afganistán, que tiene un 25% de población tayika

Guillermo Altares

Entre las decenas de carteles que pueblan el tablón de anuncios de un hotel de Dushanbé, hay uno de la ONG Care International en el que se puede leer: '¿Quieres una buena historia? Aquí la tienes: en Tayikistán hay un millón de personas que pueden morir de hambre'. Como única puerta de entrada hacia el norte de Afganistán y, por tanto, como Estado estratégicamente crucial en la guerra contra el terrorismo, este pequeño país de Asia Central, uno de los más pobres del mundo, que cuenta con seis millones de habitantes, ha logrado salir de un anonimato que no abandonó ni siquiera durante su guerra civil (1991-1997), en la que murieron 50.000 personas.

Por Dushanbé, una ciudad que milagrosamente ha conseguido recuperarse de la violencia que la invadió hace sólo cuatro años, han pasado el secretario de Defensa estadounidense, Donald Rumsfeld; o, ayer mismo, el presidente turco, Ahmet Necdet Sezer, además de cientos de periodistas de todo el mundo. Su colaboración con la coalición internacional contra el terrorismo -militares estadounidenses están comprobando actualmente si tres bases en este país podrían ser utilizadas por sus aviones- significa ayudas y dinero, y eso es algo que este país necesita con urgencia. 'El país está ahora muy tranquilo. La guerra civil fue política, no étnica, y fue más fácil llegar a un acuerdo de paz. Pero la gente prefiere olvidar muchas veces que Tayikistán pudo ser un segundo Afganistán', asegura Ivo Petrov, representante de Naciones Unidas para Tayikistán.

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Países limítrofes:: Tayikistán

Otras fuentes occidentales se muestran menos entusiasmadas y aseguran que el Gobierno, que integra a los antiguos enemigos, controla la capital tayika, pero que algunas partes del país están dejadas de la mano de Dios. 'Hay sitios en los que no se mete nadie y todavía menos el Ejército', señala un ingeniero alemán que conoce bien el país.

Si la comunidad internacional no se anda con pies de plomo, Tayikistán tiene todas las papeletas para convertirse en un polvorín: una pobreza extrema -la mayoría de la población vive con un salario de cuatro dólares al mes-, una sequía que se prolonga desde hace cuatro años, los rescoldos de un conflicto bélico, todo tipo de enfermedades crónicas, una democracia incipiente y no siempre fiable (en 1999, el presidente Emomali Rajmónov fue reelegido con un 96% de los votos) y, además, la guerra en Afganistán. No se puede olvidar que el 25% de la población afgana es de origen tayiko y que este país tiene pánico del ascenso del islamismo radical a través de su conflictivo vecino. Nadie desea más que ellos la derrota de los talibanes. Pero saben que no será fácil.

'Uno de los peligros es que, si se produce una victoria de la Alianza del Norte, muchos combatientes radicales podrían intentar escapar a través de Tayikistán. También es posible que una campaña militar que se prolongue demasiado haga cambiar las mentalidades en este país', señala Petrov.

Nuriddin S. Karshhiboev, presidente de la Asociación Nacional de Medios Independientes de Tayikistán, asegura que 'todas las guerras tienen siempre una influencia negativa'. 'Si nuestros vecinos no están en una situación buena, nosotros tampoco. Tenemos miedo de una llegada masiva de afganos. Por eso nuestro Gobierno ha dicho que no dejará pasar más refugiados. Les ayudará donde estén. Nosotros también estamos pasando por momentos difíciles', agrega.

Rusia, que sigue teniendo mucha influencia en esta antigua república soviética, vigila con su Ejército la parte más delicada de la frontera con Tayikistán. Pero una frontera de 2.400 kilómetros, con altas montañas entre los dos Estados, es por definición incontrolable. Pese a todo, Dushanbé, que se encuentra a sólo 200 kilómetros de la frontera, vive con tranquilidad su posguerra y la guerra vecina. El Gobierno ha conseguido que se cumpla la prohibición de portar armas en la ciudad y los mercados están bien surtidos, aunque los productos, que van desde televisores japoneses hasta generadores eléctricos, latas de pescado españolas o chicles Leonardo DiCaprio, son prohibitivos para la mayoría de la población. Pocas mujeres llevan velo -aunque es un país musulmán suní- en una capital donde la occidentalización avanza lentamente y crea una curiosa mezcla entre Asia, el poscomunismo, un universo islámico cada vez más secularizado y una pobreza sólo superable con ayudas.

En el sur, según explica Lasha Goguarde, coordinador de la delegación tayika de la Media Luna Roja, las cosas son muy diferentes. 'La situación es muy difícil y hay muchas ONG que se concentran en el otro lado de la frontera, y aquí un millón de personas pueden quedarse sin ayuda', dice.

Tayikistán es un país al que la historia ha jugado muy malas pasadas. Cuando Stalin, en 1924, trazó arbitrariamente las fronteras de Asia Central entregó a Uzbekistán Bujara y Samarkanda, las dos capitales espirituales de los tayikos. Cuando la URSS se desintegró, Tayikistán entró en una feroz guerra civil.

Ahora, cuando Occidente necesita más que nunca mimar a este país, quizás por una vez la historia le haga un favor.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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