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Columna
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Roseta Panotxa

En las historietas de Charlie Brown en catalán, la niñita pelirroja por la que él suspira se llama Roseta Panotxa. No son suspiros de un caballero por su dama dentro de los términos del amor cortés, sino la manifestación del deseo ferviente de un imposible; así que todo se queda en sofocos y oportunidades perdidas. Algo así sucedía en la Barcelona de finales de los sesenta y primeros setenta con Rosa Regás, una especie de musa pelirroja divertida y fascinante en un mundo más o menos gauche y más frívolo que divine y en una casa editorial que, para un jovencísimo e incipiente autor, era algo así como un Camelot literario.

Yo conocí a Rosa Regás tras subir la interminable escalera del edificio de las Artes Gráficas Seix Barral en la calle Provenza y golpear en una puerta que parecía de un cuchitril. Pero no. Nada más abrirse, se abrió también un espacio de estética moderna que era la antítesis de la caspa nacional imperante. Y allí, al fondo del estrecho pasillo donde se alineaban Isabel Font y Ana Castellar, estaba el diminuto despacho de la dama pelirroja. La dama vino a recogerme con gran soltura y desparpajo, me presentó a todo el mundo y, mientras aguardaba el momento de ser recibido en el sancta santorum de Carlos Barral, aprovechó para enseñarme los papeles referentes a mi novela, ubicación en el catálogo e incluso precio de venta al público. Todo ello con un aire tan in que yo ya me veía tomando una copa con ella en el bar del Algonquin, que era (y aún es) un selecto centro de reunión de los escritores y editores de Nueva Yok, para quien no lo sepa.

Total, que, una vez hechas las cuentas -que a mí me parecían todas maravillosas y elegantísimas, nada que ver con las cuentas que yo tenía con la vida-, me dijo: 'O sea, que muy bien. Tu libro sale a dieciocho mil seiscientas de precio de venta. Estupendo, ¿no?'.

Hasta yo mismo comprendí que había un ligero error.

De entonces acá, Rosa Regás ha hecho de todo. Ha sido editora por cuenta ajena y por cuenta propia con La Gaya Ciencia, y como editora nos deparó lecturas tan variadas e interesantes como la del grueso de la obras de Juan Benet, los inicios de Javier Marías, los libros del señor Pombo, el Angelus Novus de Walter Benjamin, muy cuidados poemarios de Azúa o Valente, un Baudelaire traducido por Sarrión, la única y prodigiosa novela de James Agee... En fin, no vamos a enumerar más que unos ejemplos significativos. Ha sido la impulsora de aquella colección de libros políticos de divulgación epigrafiada ¿Qué fue...?, que fue, valga la redundancia, un gran éxito del primer posfranquismo. Luego editó una revista de Arquitectura, trabajó como traductora de Naciones Unidas en Ginebra y, en general, puede decirse que hizo su vida en lo personal y en lo público y que luchó corajudamente contra unas cuantas adversidades de las que templan un carácter.

Y un día se le ocurrió escribir una novela, Memoria de Almator, que llamó la atención de unos cuantos lectores atentos por el modo de narrar una historia de presión ambiental sobre el otro, el ajeno, el distinto; un asunto central en el mundo de hoy. Y despues, como quien no quiere la cosa, leí su segunda novela como jurado del premio 50º Nadal, Azul, que ganó y literalmente la puso en órbita. Y a partir de ahí, le sucedió lo que a todas las damas pelirrojas que se atreven a serlo: ha acabado siendo una distinguida petrolera, una abuela triunfal, una mezcla de señora con casa en el Ampurdán y granjera y horticultora decidida y el recuerdo soñado de toda la banda de Charlie Brown.

El poeta Ángel González la recibió en Madrid en los tiempos heroicos a los compases de un chotis que comenzaba así: 'Rosa Regás, / Rosa Regás, / qué bien estás', chotis que los jóvenes literatos de toda índole coreaban cual boys culturales del genuino Madrí.

Camelot, Charlie Brown, el sándalo, la berza (dos corrientes literarias de la época) han quedado fijos y lejos; la dama pelirroja ha seguido viviendo y siendo siempre distinta y está aquí, en la vida, y acaba de ganar el premio Planeta y un señor dinero. La vida es para el que se la trabaja.

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