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Columna
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Renegociar la credibilidad

Emilio Ontiveros

La pretensión esencial del nuevo plan económico del Gobierno argentino es que los acreedores de su deuda pública renuncien a una parte significativa de sus derechos de cobro en concepto de intereses. A cambio, les ofrece garantías aparentemente más sólidas de recuperación del principal y de los nuevos intereses, que estarían constituidas por la recaudación tributaria. Que esa permuta de títulos de deuda tenga el carácter voluntario con que el Gobierno la presenta forma parte de las dudas que suscita el plan, incluida la capacidad de la Hacienda pública de aquel país para recaudar lo suficiente para atender, además de sus obligaciones de gasto, las del servicio de la deuda. Sea como fuere, una cosa es cierta, los títulos representativos de esa deuda hoy valen menos, al igual que la credibilidad del Gobierno que trata de renegociarla.

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La deuda pública total ascendía a finales de junio pasado a 132.143 millones de dólares, una cantidad que representa poco más del 50% del PIB pero cuya atención está seriamente condicionada por la más que limitada capacidad de captación de ingresos. La combinación de una economía en recesión durante casi cuatro años (que ha situado la tasa de desempleo en el 17%), una muy reducida recaudación tributaria (no sólo derivada de esa atonía de la actividad, sino igualmente de una amplia evasión fiscal) y un régimen cambiario rígida y estrechamente vinculado al dólar son condiciones difícilmente compatibles hoy con la restauración del crecimiento y de la solvencia en aquella economía.

Sin crecimiento económico, cualquier operación de canje o reestructuración de la deuda, aunque de buena gana accedieran a la misma todos los acreedores, no dejaría de ser pan para hoy y hambre para mañana.

Y el crecimiento económico, además de un entorno hostil, dominado por la continua reducción a la baja de las previsiones de crecimiento de sus clientes, del comercio internacional y de los precios de las materias primas, encuentra en la debilidad política de las autoridades económicas uno de sus principales obstáculos.

Ya es el sexto plan que este Gobierno trata de sacar adelante, sin menoscabar ese compromiso de la absoluta convertibilidad paritaria del peso en dólar, mientras que la generalidad de las monedas de las economías con las que comercia,desde Brasil a las del área euro, han experimentado importantes depreciaciones frente al dólar.

Argentina dispone, de hecho, de la misma moneda que EE UU, pero el dinero es diez veces más caro. Argentina ha dominado las tensiones inflacionistas de antaño, pero no hay crisis financiera que no la haga temblar, por distante que esté su origen. La década perdida tras aquella otra crisis de la deuda, la que estalló el verano de 1982, lleva camino de reproducirse: desde 1995 la recesión coexiste con una prima por riesgo que no se compadece con los esfuerzos internos para alcanzar una cierta normalidad económica, ni con los ya significativos apoyos financieros de las agencias internacionales.

El transcurso del tiempo, además de erosionar la credibilidad del Gobierno, ha ampliado los costes de cualquiera de los desenlaces hoy previsibles: la devaluación del peso y/o la suspensión de la deuda. El hoy menos probable apoyo financiero adicional de las agencias multilaterales (el BID y el Banco Mundial, por ejemplo), en magnitud suficiente para restaurar la solvencia y afianzar la recuperación del crecimiento económico, sería sin duda el menos traumático. Una solución tal es difícilmente compatible con la vieja arquitectura financiera internacional y con su principal valedor: la Administración estadounidense.

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