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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Laberinto sahariano

Mohamed VI ha iniciado con fastos imperiales su primera visita como rey al Sáhara, en un gesto claro de afirmación de la marroquinidad del disputado y vasto desierto sobre el que el nuevo monarca y su Gobierno no aceptan opinión alguna que no abunde en la suya propia, hasta el punto de que una supuesta animadversión española, gubernamental e informativa, a propósito del Sáhara es uno de los argumentos esgrimidos estos días por Rabat para tensar sus relaciones con España.

El contencioso sahariano ha hecho un largo camino desde la invasión del territorio en 1975 -se cumplen ahora 26 años de la Marcha Verde-, que desembocó en una guerra con el Frente Polisario y el acuerdo de 1991 para decidir el futuro de la antigua colonia española en referéndum supervisado por la ONU. Rabat, parte fuerte del conflicto, ha ido boicoteando una consulta sobre cuyo censo de participantes nunca ha habido acuerdo. El Sáhara tenía unos 75.000 habitantes un cuarto de siglo atrás y son ahora alrededor de 250.000, la mayoría de ellos colonos marroquíes.

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La propia ONU, sucesivamente estrellada, ha acabado acogiendo el plan del mediador estadounidense James Baker, rechazado por el Polisario y pendiente de la decisión del Consejo de Seguridad. Sugiere durante cuatro años una barroca mezcla de soberanía marroquí -bandera, Constitución, jueces y policía- y autonomía política saharaui con mecanismos complejos: los votantes del censo actualizado de 1975, el reconocido por las Naciones Unidas, elegirían el Gobierno del territorio, pero este Ejecutivo sería responsable ante un Parlamento designado por todos los habitantes actuales, la mayor parte promarroquíes. Transcurrido el cuatrienio, el Parlamento designaría un nuevo Ejecutivo que negociaría con Rabat el estatuto definitivo.

La realpolitik se ha ido imponiendo en una zona volátil en la que dos miembros permanentes del Consejo de Seguridad, Francia y sobre todo Estados Unidos -aliado incondicional de Rabat-, tienen claros intereses. Frente a ellos, el debilitado Polisario y su patrocinador, Argelia, embebida en su propio abismo y cuyo apoyo es ya mucho más testimonial que operativo. La propuesta de Baker, aplicada escrupulosamente, podría tener la virtud de liquidar un conflicto definitivamente estancado y llevar estabilidad a una región cada vez más necesitada de ella. Su mayor inconveniente es que sus previsiones acerca de una posibilidad teórica de autodeterminación parecen demasiado manipulables en un contexto tan degradado y en tan extendido lapso de tiempo.

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