Nostalgia de hambre
En la generalizada prosperidad que hoy nos rodea, la pobreza, el hambre son realidades localizadas. Hace 80 años en España comían caliente muy pocos, se cocía el pan cada siete, cada quince o treinta días en vastas regiones y muchas gentes cataban la carne en una o dos ocasiones durante la vida. Inimaginable en nuestro entorno, incluso llegados los casos extremos. En aquellos tiempos -y más atrás- el primum vivere se refería a roer mendrugos y hervir unas hortalizas, véanse los menús que reproducen Cervantes, Quevedo y demás. Las comilonas interminables en las mesas pudientes sólo restablecían la equidad estadística en el porcentaje per cápita. Los corzos, faisanes, codornices, jabalíes, capones, terneros y palominos, divididos entre el paisanaje, daban una media decorosa, pero falsa. Hoy, ahora, se consideran las vituallas lanzadas desde el aire sobre Afganistán como un error dietético, una equivocación gastronómica extraña al paladar de aquellas tribus. En nuestra posguerra lo único que caía del cielo eran las cagadas de las palomas.
Husmeando entre viejos papeles y amarillentos periódicos de hace 60 años, encuentro curiosas noticias que atañen a cuestión tan importante como la alimenticia. Entre ellas una circular, de reproducción obligatoria, correspondiente al día 20 de julio de 1942. Figuraba en el envés de un recorte cuyo contenido debió de interesarme en su momento. La comunicación estaba dirigida a los establecimientos encuadrados en el Sindicato de Hostelería y similares, o sea, todos los restaurantes, casas de comida y hospedaje que ofrecían productos cocinados. La lista era tan precaria que resulta más breve mencionar concretamente las prohibiciones.
Para empezar, quedaba proscrita no sólo la ostentación, sino la mera exhibición en los escaparates de los artículos del condumio. 'Ojos que no ven, estómago que no padece', era quizás el caritativo propósito. Recuerdo una apócrifa anécdota, referida a la ciudad de Soria: 'Sólo había una plaza, una sola casa de comidas en cuyo único escaparate campeaba una tortilla de patatas con el letrero de vendida'. Tal era nuestra nación a principios del siglo pasado y cualquier semejanza con la actualidad es inexacta.
El segundo apartado de referencia proscribía la fritura, cocido o asado de viandas a la vista del público. El tercero, servir carne en jornadas aparte de las previstas al efecto, que eran una o dos a la semana. Se consideraba la remota posibilidad de que no hubiera sido consumido el cupo, en cuyo caso procedía la autorización de que el excedente fuera servido en fecha posterior. No creo que sucediera nunca, se habría sabido. La dosis del huevo no pasaba de uno por persona y día, pero las autoridades hacían compatible su ingestión con las mayonesas, ensaladillas o postres, lo que indirectamente hace suponer que en tan remotas épocas se hacían con huevos, presuntamente de gallina, no de granja o de polvos con misteriosas sustancias patentadas. El pan de racionamiento tenía su origen en la maceración de almortas, boniatos y otras delicias, hasta esos momentos desconocidas, al menos en las grandes aglomeraciones urbanas.
Mantequilla, únicamente para enfermos, convalecientes o de salud delicada, en general, siempre que hubiese sido solicitada con la debida antelación. Tenían la cualidad de especiales los platos de aves, pescado blanco, verduras, etcétera, para los que era preciso el certificado médico, dicho sea sin exagerar. Las circunstancias mandaban y las viví, si bien lo rememore con dificultad. Tampoco recuerdo haber pasado hambre aunque quepa poca duda de que estábamos deficientemente nutridos. La guerra, ya saben, y los seis años de conflicto mundial, casi una década seguida. La ayuda humanitaria no procedía del Plan Marshall, sino de la eficaz organización del estraperlo, que funcionaba fluidamente. Aparte de mitigar las necesidades de la sociedad, estuvo en el origen de considerables fortunas, como amplia base de una próspera burguesía, hasta entonces muy reducida. Tasados los gramos de azúcar por individuo y taza, las señoras solían escamotear los terrones -'para el Cuqui', decían- como si se refirieran a un perrito, cuando se trataba del azucarero familiar. He cumplido los ochenta y soy obligadamente frugal. Por eso no me importaría regresar a aquellos tiempos. No me miren así...
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