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LA CRÓNICA
Columna
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Réquiem por una batalla

Cuando leí que el local Showgirls, en la calle de Bailèn 22, el último éxito de la mercadotecnia sexual de Barcelona, había cerrado las puertas sin esperar la orden de clausura dictada por el juez, recordé la desolación que invade a los habituales de la casa Tellier en El placer, una película que Max Ophüls construye sobre tres cuentos galantes de Maupassant: como cada noche, las fuerzas vivas de un villorrio francés acuden a la casa de citas que regenta madame Tellier para huir vulgarmente de la vulgaridad cotidiana que les corroe, pero enseguida vislumbran algo fuera de lo normal. La plaza donde se halla el edificio está a oscuras y en silencio y, esperando en vano la apertura, hay otro cliente que mata la decepción y la tristeza fumando un cigarrillo. Recordé entonces la algarabía y los confusos episodios organizados alrededor del cierre de este local de espectáculos y contactos eróticos: las diversas interpretaciones legales que se desprenden de la concesión de la licencia municipal, las movilizaciones de los vecinos del distrito, hartos de los supuestos escándalos callejeros que se producen en la zona, la paradoja que surge del hecho de que bajo el epígrafe de café teatro el Ayuntamiento acepte hipócritamente toda clase de espéctaculos eróticos y de strip-tease, el conflicto que ocasiona que los sótanos sean declarados como sauna y gimnasio y, en la práctica, constituyan el espacio donde consumar el proceso iniciado en la planta superior. También recordé una noche de julio, cuando gracias a los horarios excéntricos de la Renfe perdí el último tren y cené con unos amigos. Al despedirnos, después de cerrar unos cuantos bares, mi cabeza me prometía una pésima mañana, pero cuando subí al taxi que debía llevarme a buen recaudo aún tuve ánimo suficiente para informarme sobre la posibilidad de tomar una última copa a la salud de la Renfe. Capté la mirada experimentada del taxista en el retrovisor y no respondí negativamente a su propuesta: '¿Le paso por Bailèn 22?'. Algo había leído acerca del conflicto que ya enfrentaba entonces a la empresa propietaria del local con unos vecinos que veían rota la paz nocturna, y algo más anécdotico (y apasionante) había oído de quienes se consideraban ya unos fieles clientes de este local de moda.

Ha cerrado Bailèn 22. Nada en apariencia diferenciaba a este local de una discoteca, la discoteca soñada en la adolescencia...

Nada se diferenciaba, en principio, del ambiente normal de una discoteca: detrás de la taquilla había un guardarropa, una chica con señero vestido negro y uñas aceradas hablaba en un rincón con su acompañante, y desde el fondo acechaban con rostro impasible los vigilantes. Cuando abrí la puerta de acceso a una sala inmensa y de techo altísimo, me sorprendió que desde fuera no se oyeran los escandalosos decibelios que pululaban desenfrenadamente entre la abigarrada multitud que ocupaba las dos barras. Pero pronto tuve que concentrarme en otros aspectos: me encontraba en la discoteca soñada en la adolescencia, con todo el personal femenino fantásticamente dispuesto a entablar conversación siempre y cuando, eso sí, hubiera de por medio el pago de una copa y la expectativa de ceder a cualquier tentación. No hice caso de una morena que me guiñaba un ojo con hastío y lejanía; me aparté de una pelirroja que, con toda certeza, acababa de descubrir el allioli, y anduve vagando mientras contemplaba la elevada intensidad carnal de unos cuerpos gloriosos, las distintas manifestaciones de la belleza y las inverosímiles acrobacias que ejecutaban en las pasarelas unas artistas de la gimnasia rítimica. No era menor el interés que producía escuchar fragmentos de diálogos: 'como fuera de casa, en ninguna parte', decía uno; 'es el mejor lugar para arruinarse', contestaba otro, y el de más allá especulaba sobre el tiempo perdido en fiestas populares a la búsqueda de la chica comprensiva que lo amara. Con endiablada destreza, una chica rubia de Brno, de ojos húmedos, labios carnosos y voz aterciopelada y precisa, con un violento dragón rojo y azul tatuado en su hombro derecho, consiguió abolir la presencia de toda contrincante y cumplió profesionalmente con los deberes de anfitriona: me mostró el famoso sótano del local, una reproducción de los privés que cualquier buena discoteca posee para reposo del agobiante estruendo decibélico, y permitió que observara los arabescos de fantasía que decoraban una habitación como si fuera el camarote de un yate. Ignoro, no obstante, las dosis de imaginación que proporciona tal escenario. Ya en la calle oscura y silenciosa, di unas cuantas vueltas a la manzana, leyendo sin querer las quejas de las pancartas que ensuciaban las fachadas, hasta que encontré un taxi. Capté la mirada experimentada del taxista en el retrovisor, pero no le pregunté dónde tomar una última copa a la salud de Bailèn 22.

Ciertamente, cuando leí la noticia sobre el cierre del local Showgirls, en Bailèn 22, recordé la tristeza que invade a los desolados habituales de la casa Tellier, pero también recordé el final feliz de la película de Max Ophüls, la alegría que vence su patético intento de acomodarse a la vulgaridad cotidiana, como si entonaran un réquiem por una ilusión perdida, cuando empieza a correr la voz de que las chicas de madame Tellier han vuelto y el cierre era sólo un paréntesis necesario atribuible a las exigencias del guión.

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