Un talismán para el futuro
La libertad total no puede alcanzarse nunca, pero su búsqueda nos hace libres. Lo ha escrito Carlos Fuentes en su última novela, Instinto de Inez, y nos lo ha enseñado también mediante su vida y su obra. Vida y obra que en la figura de Fuentes han ido entretejiéndose sobre el telar laberíntico de la identidad, de la mano siempre de ese hilo de Ariadna que es el lenguaje, que en nuestro caso, el caso del español, cruza el Atlántico de lado a lado para anudarnos a unos y otros en medio de las tormentas del tiempo y la memoria y guiarnos en una misma dirección. Vida y obra las de Carlos Fuentes, en fin, que dan sentido y llenan de contenido la Medalla Internacional de las Artes que la Comunidad de Madrid entrega hoy por segunda vez, y cuya concesión no es tanto el resultado de un cierto atrevimiento por parte de la Comunidad de Madrid al premiar a Fuentes -es él quien premia a esta región al recibirla- como expresión de una voluntad colectiva de adherirse a esa búsqueda continua de la libertad que el galardonado propone. Escritor fronterizo y habitante de mundos múltiples -a menudo desplegados en las páginas de este diario-, inquisidor constante de cuanto duerme en el azogue de ese espejo enterrado al que llamamos 'conciencia', Fuentes se ha aventurado por todas las dimensiones de la Terra Nostra, por todos los pagos de lo iberoamericano, como un viajero sabedor de que la libertad que ansía requiere, antes que nada, la aceptación de la configuración diversa de esa realidad. Con la meticulosidad propia del arqueólogo que escarba en un pasado que desea propio, el autor de La región más transparente ha ido levantando una a una las capas superpuestas de la cultura mexicana, esa cultura habitada a partes iguales por máscaras y por fantasmas -como él mismo ha dicho alguna vez-, y en el ejercicio de ese desvelamiento particular se ha dedicado a observar la respiración palpitante del animal mágico que es Iberoamérica, por cierto que mejor explicado por su literatura de este último siglo que si fuera un artefacto lógico, pero con la inteligencia además de no reducirlo a él. Hoy, cuando a menudo algunos intentan oponer torpemente unas identidades frente a otras y las culturas son descritas como verdades unívocas, Carlos Fuentes ilustra mejor que nadie lo que es un pensador cosmopolita. Ante la contextura extraña o difícil del mundo, Fuentes responde a la naturaleza desconcertante de las cosas no con el rechazo a lo diferente o el enrocamiento en lo propio, sino invocando la función creadora de la literatura y, por lo tanto, su papel trascendente. Se advierte enseguida que Carlos Fuentes es uno de los grandes precisamente por su capacidad para fundar nuevas realidades a partir del lenguaje y de la imaginación, realidades complejas, densas, desafiantes, realidades que no son cómodas ni sirven a la simplificación culpable del mundo, sino que obedecen más bien al esfuerzo por ensanchar nuestra comprensión para que así podamos aprehenderlo en toda su enormidad. En la hechura de por sí amplia de la novela, a Fuentes le caben además el ensayo, la historia, el reportaje, el diálogo, lo real, lo fantástico, el mito y a veces hasta el logos, y además todavía le queda tiempo para practicar el teatro, la crítica, el guión cinematográfico. Las modernas técnicas narrativas de los autores anglosajones alternan en sus libros con temas e inquietudes de rigurosa filiación latina, de la misma manera que en su agenda los largos periodos dedicados a la escritura dan paso después a una febril actividad social, periodística, política. Si en su existencia cotidiana Londres, Ciudad de México o Madrid son destinos igual de habituales, si en sus obras se reflexiona con idéntica hondura sobre el tiempo, la identidad o la estructura social, sólo puede ser debido a una constitución esencialmente cosmopolita de la mirada en un creador que es grande porque se atreve a enfrentar temas grandes: el amor y la muerte, y el arte como imitación a la vida. Para decirlo ya todo, para no ser mezquinos con quien por algo ha merecido el Premio Cervantes y el Príncipe de Asturias, añadamos que resulta inevitable no darse cuenta de que la libertad casi absoluta con la que maneja las reglas clásicas del género, para primero quebrarlas y después reinventarlas, es la que delata que Fuentes pertenece sin lugar a dudas a esa escogida estirpe cervantina de la que sólo unos pocos forman parte. Nos encontramos, en definitiva, ante el mestizo verdadero que devuelve a esa palabra su sentido desnudo y libre de adherencias interesadas. El mestizo en el que todos deberíamos convertirnos si de veras queremos ser ciudadanos de un mundo global que sea más rico, y no más uniforme; un mundo donde un mestizaje hecho de densidad, y no de ligereza postmoderna, nos oriente y no nos vacíe de sentido. El mismo Fuentes ha confesado que gusta de situar a sus personajes en el crucero donde el destino personal se encuentra con el destino histórico, que es seguramente la encrucijada que todos los seres conscientes buscan a lo largo de su vida. Pues bien: en un mundo como el de hoy, cuando el destino histórico del planeta aparece más bien nebuloso o por lo menos movedizo, sólo a partir de esa densa pluralidad del propio destino personal es posible alcanzar esa encrucijada, dondequiera que esté. En días de fatiga narrativa y de anemia argumental, Fuentes sigue escribiendo novelas complejas, arduas, útiles: novelas, digamos, a la antigua; es decir, nutricias e imprescindibles una vez han visto la luz, títulos que ingresan directamente en el anaquel de los clásicos. Fuentes, que en tantas direcciones se multiplica, lo que no hace es secundar la literatura exangüe, sino que abunda en la más provechosa, y desde esa generosidad del relato fecundo ilumina la Historia, los problemas de la sociedad, el quid del oficio artístico. Lo hace con el respeto que supone retarse a sí mismo para retar al lector, recuperando el valor perdido de la dificultad, injustamente arrumbado hoy por ese frenesí estéril de las prisas y la trampa mentirosa del 'consígalo usted sin esfuerzo'. Carlos Fuentes, para concluir, ha dicho que escribe bien porque ésa es su responsabilidad, la responsabilidad del escritor. Y ahí, en ese compromiso estético esencial, reside lo principal de su compromiso social e incluso político, tanto al menos como en el ejercicio hiperactivo y casi omnipresente de la ciudadanía al que nos tiene acostumbrados. La Comunidad de Madrid, que con su Medalla Internacional de las Artes recompensa la trayectoria de aquellas personalidades no españolas que se hayan destacado por su labor artística, aspira a realizar en su convivencia esa idea de lo mestizo como acopio, y no como desprendimiento, como síntesis más que como mezcla, y por eso la ha concedido en esta ocasión a un autor que, además de relacionarse con Madrid por su presencia, se relaciona con Madrid por su actitud. El galardón cobra forma en un disco metálico semejante a otras medallas al uso, pero doy fe de que, al igual que el talismán imaginado por Fuentes en Instinto de Inez, atesora más de lo que a simple vista parece. Si en esa última novela un sello de cristal guarda la memoria pasada de una vida, la del director de orquesta Gabriel Atlan-Ferrara -tan parecido, en realidad, a Sergiu Celibidache-, la Medalla Internacional de las Artes que hoy le entregamos a Fuentes concentra a su vez la memoria futura de una vocación: la de una región de espíritu universalista como Madrid. Al fin y al cabo, ya nos avisó Borges de que la superstición de adivinar las cosas del porvenir no es mayor que la superstición de creer en los sucesos ya acaecidos. Seguro que Carlos Fuentes, perito en tiempos y en ficciones, está de acuerdo.
Alberto Ruiz-Gallardón es presidente de la Comunidad de Madrid.
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