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CRÓNICAS
Columna
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La universalidad tachada

Juan Cruz

En medio del fragor apocalíptico o esperanzado del congreso de Valladolid hubo una denuncia que ha pasado desapercibida para los medios e incluso para la comunidad lingüística congregada en torno al porvenir del español en la era de la información. Dice Emilio Lledó -a cuya filosofía del entusiasmo, y de la preocupación, tanto recurrimos- que el exceso de información está nublando el pensamiento. Esta denuncia da mucho que pensar. La hizo el español Mauricio Santos, el presidente de los editores de libros de texto, Anele, en el curso de un debate con colegas suyos que pusieron el acento -español e iberoamericano- en lo que el alemán-mallorquín Hans Meinke llamó 'los tiempos ásperos'. De lo que estaban hablando era del flaco índice de lectores que se van formando en torno al español, y expresaron en general la idea de que si no hay una adecuada promoción de la lectura en todo el mundo que habla nuestro idioma éste se va a sentir mucho más amenazado por esa desidia que por el inglés. El enemigo está entre nosotros y nosotros le damos de comer, enflaqueciendo la cultura general, dotando a nuestros medios de una capacidad cada vez más ofensiva para olvidar el pensamiento y la instrucción, para ignorar una regla básica del conocimiento: leer es entender.

En ese contexto, la voz de Mauricio Santos sonó como un pinchazo que sin duda hay que ejemplificar. Dijo el editor español que en todo el mundo que habla en nuestro idioma, y singularmente en la España de las diecisiete autonomías, el poder político estaba utilizando los libros de texto como medio de presión a su favor, para cambiar el curso de la cultura que se difunde y se enseña, para poner o quitar acentos en determinadas facetas de lo que se tiene que saber, para ignorar aspectos de la historia, de la literatura e incluso de la ciencia, en función de quienes sean los que manden sobre la fabricación, difusión y venta de los libros que sirven para enseñar.

Y reclamó Santos espacios de libertad para la edición, apelando a los poderes públicos para que no se aprovechen de su estancia -provisional- en el mando para entrar a saco en las conciencias de los niños, los adolescentes y los jóvenes. Como se diría ahora, y aceptaría la Academia, es como para flipar. Estamos hablando de la necesidad de apoyar una cultura en una lengua cada vez más comunicada y más universal, y en los distintos paños de nuestro territorio, en el que se habla en una sola lengua, o en el que, conviviendo dos lenguas, hay tantas cosas que son comunes, estamos enseñando casi tantas culturas como gobiernos, para variar el curso de lo que se enseña en sus zonas en virtud de su propia manera de ver la historia, la literatura o, incluso, el valor que tienen los ríos, el sol o los viaductos en el solar en el que ejercen su poderío.

De los libros se pueden tachar letras, palabras, nombres propios o aspiraciones poéticas; la vida -y la vida de los últimos siglos, desde la Inquisición- está hecha de tachaduras tras las que queda la huella imborrable que denuncia el vacío que hay después de cada tachadura. En este caso, lo que se ha denunciado en Valladolid es un ataque sistemático, y muchas veces obviado -los medios atienden a lo espectacular-, a la universalidad de la cultura, sobre cuyo consenso también universal poco tendrían que decir los poderes políticos, como no sea actuar con la curiosidad impertinente de los ciudadanos preocupados por generar más conocimiento y más duda entre los que empiezan a aprender. Sin tachar nada, sin expresar con su miedo a lo universal su propio temor a dejar de tener influencia, también, sobre la conciencia de la gente.

Ésa no es sólo una amenaza sobre la universalidad del español; es un ataque contra la esencia de lo que debe quedar cuando ya no quede sino el conocimiento.

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