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Columna
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Pluralismo a la medida

El pluralismo, como la tolerancia o el consenso, es de esos conceptos biensonantes que cualquier persona cívica afirmará respetar, pero que luego interpreta a su conveniencia. Todos los partidos han proclamado más de dos veces que 'la sociedad vasca es plural' o que 'lo que caracteriza a Euskadi es la pluralidad'. Difícilmente podrían decir otra cosa cuando los signos de esa diversidad proliferan. Van desde el territorio y el paisaje hasta la lengua, pasando por los sentimientos de pertenencia, la cultura y las inclinaciones políticas.

Pero en la práctica política de nuestro país, sin embargo, el pluralismo se convierte en pluralidad. Se reconoce esa variedad de realidades y opciones porque está ahí, ante nuestras narices, y no hay manera de obviarlas. Pero no como una muestra de riqueza que hay que preservar, pese a los condicionantes que impone.

En el fondo, e incluso sin descender tanto, todos los partidos (algunos en mayor medida que otros, bien es verdad) ven el pluralismo como un engorro, como un obstáculo incordiante que dificulta la realización de sus proyectos y sueños más íntimos; esos que apenas se adivinan tras los cortinajes retóricos de los programas electorales. O si se prefiere, todos propugnan una suerte de pluralismo vaciado de contenido, que busca simplificar las complejidades de la realidad social y reducir lo diverso al estrecho pero manejable cajón de las aspiraciones particulares.

La Euskal Herria que propone construir Arnaldo Otegi es una elaboración virtual difícil de encontrar pateando los seis territorios (en el camino ya ha desaparecido uno de los históricos). No sería una síntesis de Bayona, Tudela, Sestao, Tolosa, Nanclares de la Oca, Mauleón, como plantearía, por ejemplo, el heterodoxo Patxi Zabaleta; se parecería más bien a Oiartzun: paisaje vasco-cantábrico, cuasi monolingüismo y (lo más importante) gobernada por Batasuna.

Sin llegar a tales extremos, no cabe duda de que al PNV le gustaría que el pluralismo vasco se adaptara al cuadro sociopolítico del municipio de Gernika, que el Partido Popular se encontraría más cómodo en una Euskadi asimilable a Laguardia, que los socialistas firmarían con los ojos cerrados por el cuadro familiar de Barakaldo, que Eusko Alkartasuna suspiraría por un mix donde cupiera la ruda esencia de Bermeo y el abertzalismo abierto de Zarautz, y que Madrazo y los suyos apuestan por el mestizaje sustancioso de Vitoria-Gasteiz. Las siete localidades son Euskadi, pero nadie se atrevería a reducir el pluralismo vasco a la composición de sus respectivos ayuntamientos. Sin embargo, muchos proyectos políticos que se promocionan para esta entidad difusa que llamamos País Vasco parecen pensados para un municipio concreto.El pluralismo, como la tolerancia o el consenso, es de esos conceptos biensonantes que cualquier persona cívica afirmará respetar, pero que luego interpreta a su conveniencia. Todos los partidos han proclamado más de dos veces que 'la sociedad vasca es plural' o que 'lo que caracteriza a Euskadi es la pluralidad'. Difícilmente podrían decir otra cosa cuando los signos de esa diversidad proliferan. Van desde el territorio y el paisaje hasta la lengua, pasando por los sentimientos de pertenencia, la cultura y las inclinaciones políticas.

Pero en la práctica política de nuestro país, sin embargo, el pluralismo se convierte en pluralidad. Se reconoce esa variedad de realidades y opciones porque está ahí, ante nuestras narices, y no hay manera de obviarlas. Pero no como una muestra de riqueza que hay que preservar, pese a los condicionantes que impone.

En el fondo, e incluso sin descender tanto, todos los partidos (algunos en mayor medida que otros, bien es verdad) ven el pluralismo como un engorro, como un obstáculo incordiante que dificulta la realización de sus proyectos y sueños más íntimos; esos que apenas se adivinan tras los cortinajes retóricos de los programas electorales. O si se prefiere, todos propugnan una suerte de pluralismo vaciado de contenido, que busca simplificar las complejidades de la realidad social y reducir lo diverso al estrecho pero manejable cajón de las aspiraciones particulares.

La Euskal Herria que propone construir Arnaldo Otegi es una elaboración virtual difícil de encontrar pateando los seis territorios (en el camino ya ha desaparecido uno de los históricos). No sería una síntesis de Bayona, Tudela, Sestao, Tolosa, Nanclares de la Oca, Mauleón, como plantearía, por ejemplo, el heterodoxo Patxi Zabaleta; se parecería más bien a Oiartzun: paisaje vasco-cantábrico, cuasi monolingüismo y (lo más importante) gobernada por Batasuna.

Sin llegar a tales extremos, no cabe duda de que al PNV le gustaría que el pluralismo vasco se adaptara al cuadro sociopolítico del municipio de Gernika, que el Partido Popular se encontraría más cómodo en una Euskadi asimilable a Laguardia, que los socialistas firmarían con los ojos cerrados por el cuadro familiar de Barakaldo, que Eusko Alkartasuna suspiraría por un mix donde cupiera la ruda esencia de Bermeo y el abertzalismo abierto de Zarautz, y que Madrazo y los suyos apuestan por el mestizaje sustancioso de Vitoria-Gasteiz. Las siete localidades son Euskadi, pero nadie se atrevería a reducir el pluralismo vasco a la composición de sus respectivos ayuntamientos. Sin embargo, muchos proyectos políticos que se promocionan para esta entidad difusa que llamamos País Vasco parecen pensados para un municipio concreto.

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