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Columna
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Ecuación

Enrique Gil Calvo

Para aliviar la sed de venganza de su opinión pública, los Estados Unidos han comenzado a escenificar el ajusticiamiento simbólico de Bin Laden, y para eso ejecutan talibanes con misiles Tomahawk como quien mata tábanos a cañonazos. La prensa europea aplaude la función, legitimando un espectáculo tan limpio como purificador. Y lo mismo hacen nuestros Gobiernos de uno u otro color, enfeudados como están al dictado protector del irascible amigo americano. Mientras tanto, se encona en España el más grave problema al que se enfrenta Aznar, acosado por ominosas acusaciones de corrupción de las que ya no podrá salir indemne.

Hasta ahora, los peores casos denunciados, como Baleares o Ercros, podían aliviarse con faenas de aliño del fiscal general del Estado, cuyo pluriempleo como defensor de ministros estaba avalado por el precedente de sus antecesores socialistas. Pero el caso Gescartera ya no lo para ni Cardenal, cuyos subordinados de obediencia debida no podrán impedir que la juez instruya el sumario con la paciencia de una termita jurisdiccional. Sin entrar en detalles técnicos, hay dos dudas que me asaltan cuando leo las crónicas sobre el esperpento Gescartera. La primera es anecdótica, pues sólo plantea una cuestión de casting, por decirlo así: ¿qué papel desempeña Pedro J. Ramírez en todo este embrollo? Conociendo la trayectoria conspiratoria del personaje, y dado que su diario se ha puesto desde un comienzo a la cabeza de la manifestación inquisitorial contra Gescartera, aquí tiene que haber gato encerrado. Pero, ¿qué tipo de gato: de los que cazan ratones o de los que dejan que se escapen?.

En un principio, pareció que El Mundo buscaba chivos expiatorios sobre los que descargar todas las responsabilidades gubernamentales, y por eso elegía a los Giménez-Reyna como cabezas de turco con los que exculpar a la gente de Rato implicada hasta las cejas. Pero ahora resulta que es el propio Pedro J. quien no duda en denunciar a Rato en persona, aireando sus trapos sucios crediticios con el banco sospechoso de encubrir el agujero descubierto. ¿A qué juega Ramírez? ¿A intervenir en las luchas por el poder dentro del PP? ¿A pasar factura por no haber sido nombrado virrey mediático? ¿A deshacerse del actual sucesor de Aznar, igual que antes se cargó a Villalonga? ¿O a condicionar su designación del futuro tapado, alardeando de ser él quien aúpe al próximo presidente, igual que hizo con Aznar ayudándole a desbancar a su antecesor?

La otra duda que me inquieta es más seria, pues consiste en saber por qué tardó tanto la CNMV en intervenir Gescartera, permitiendo que su agujero creciese hasta los 18.000 millones, cuando desde dos años antes, por lo menos, ya sabían en esa casa que el descubierto superaba los 4.000. ¿Cómo se pudo tolerar tan duradero ejercicio de impunidad? ¿A quién o a quiénes se quería encubrir o favorecer? ¿Cómo comprender tanta desfachatez, que antes o después se tenía que descubrir, manifestando tan irresponsable prevaricación? La única manera de entenderlo que se me ocurre es apelando a la 'ecuación básica de la corrupción', propuesta por Klitgaard en 1988 y aplicada entre nosotros por Francisco Laporta para explicar los escándalos socialistas. Tal ecuación sostiene que Corrupción = Monopolio + Discrecionalidad - Responsabilidad (en el sentido de rendición de cuentas). El monopolio del poder está garantizado por la mayoría absoluta de Aznar, el exceso de discrecionalidad implica ausencia formal de procedimientos reglados previsibles y el déficit de responsabilidad se da cuando no existen instancias reguladoras independientes del poder. Pues bien, los tres factores coinciden en Gescartera.

Y cuando esa ecuación se da, sea con González o sea con Aznar, la corrupción deviene cuasi inevitable. A todo lo cual se sobreañade el hecho de que, como sucede periódicamente cobrando actualidad en estas fechas, los partidos mayoritarios se reparten a discreción los puestos a renovar en las instituciones reguladoras formalmente independientes ante las que debieran rendir cuentas. Lo cual plantea serias dudas sobre el diseño constitucional que alumbró la Transición, posibilitando una normalización democrática que incluye la normalidad de la corrupción.

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