El inicio de una guerra
Hace años, la editorial Anagrama publicó la traducción de una novela fascinante del escritor polaco Andrzej Kusniewicz: El rey de las Dos Sicilias. El libro es, en realidad, un mordaz retablo sobre la agonía del Imperio austrohúngaro, aunque todo su argumento gire en torno al asesinato del archiduque Francisco-Fernando en Sarajevo el 28 de junio de 1914, acontecimiento que desencadenó, como es bien sabido, la I Guerra Mundial.
Más allá de la reflexión sobre el declive de una civilización que se cruza con el destino personal de los propios protagonistas, la novela de Kusniewicz desarrolla con gran eficacia narrativa la complejísima movilización de las fuerzas militares del imperio, dragón de tantas cabezas y tantas lenguas que empieza a reptar con extraordinaria parsimonia por los campos de batalla de Europa. El autor se ceba con ironía en los anacronismos de una mentalidad sujeta a códigos del pasado y a inacabables liturgias que, si eran válidos para el siglo XIX, parecían anunciar, como así sucedió, una inevitable derrota en el entonces todavía joven siglo XX.
Aun cuando la literatura sobre la guerra es muy abundante, como es obvio, tratándose de una de las más insistentes inclinaciones humanas, hay pocos libros dedicados al inicio de una guerra. El rey de las Dos Sicilias es uno de ellos, y a lo largo de sus páginas advertimos la lenta ruptura de un orden, el derroche de las palabras, la sinuosidad de las ceremonias. Seguramente, la I Guerra Mundial, pese a que posee ya una dimensión tecnológica moderna, conservaba todavía muchas de las fórmulas bélicas del pasado, cuando la guerra 'se declaraba' con proclamas solemnes. Con el transcurrir del siglo XX la aceleración de la técnica y de la comunicación ha acelerado asimismo, y hasta tal punto, el inicio de una guerra que ésta puede llegar a anunciarse universalmente sin declaración previa por parte de los hipotéticos poderes en conflicto.
Desde el 11 de septiembre pasado los periódicos vienen informando de la guerra del siglo XXI, que, además, implicará a 'todo el mundo'. El lento y delicado mecanismo analizado por Kusniewicz, en el que el juego verbal aún lo era casi todo, ha sido sustituido por rótulos fulgurantes que se proyectan en las pantallas de todo el planeta. La declaración de lo que se supone que es nuestra guerra actual, la hizo la CNN en tres rápidas gradaciones sucesivas: 'Ataque a América', 'América en guerra', 'el mundo ante la guerra'. Después, la práctica totalidad de los medios de comunicación siguieron la misma pauta. A continuación -sólo a continuación- llegaron las proclamas de los políticos.
Podría decirse que tras esta avalancha ya no pudimos pensar. No había tiempo ni espacio mental para pensar. Es cierto que los hechos eran muy graves, con su horrible estela sangrienta, y que significaban la culminación del terror nihilista alimentado en las últimas décadas. Sin embargo, ¿era verdad que el ataque había sido a América, y no a Estados Unidos?, ¿era verdad que América estaba en guerra?, ¿era verdad que el mundo estaba en guerra? Y lo que todavía es más importante: ¿Servía esa súbita declaración de guerra para afrontar la complejidad del terrorismo, sus efectos pero también sus causas?
Un fulminante relámpago mediático era suficiente para poner en marcha un engranaje que en la narración de Kusniewicz exige interminables arengas y discursos. Además de ser infinitamente más rápido, tenía una onda expansiva casi ilimitada. Lo particular se convertía instantáneamente en universal. No se necesitaban ni meses ni semanas. En un solo día el mundo era sumergido en la atmósfera de la guerra. De pronto nos enterábamos, atónitos, de que estábamos en guerra. Sólo que no sabíamos, de momento, exactamente contra quién.
Tampoco hemos podido pensar demasiado en las semanas posteriores a la declaración de guerra efectuada por la CNN puesto que hemos sido integrados en entidades y esencias que ignorábamos, pero que sin duda eran nuestras. Formamos parte de una coalición internacional o del conjunto de los países civilizados en combate con el enemigo: a veces un individuo, a veces una organización, a veces una idea terrorífica. Como ya pasó en la guerra del Golfo en 1991 o en los bombardeos sobre Yugoslavia de hace más de dos años, no hemos visto asambleas, resoluciones y votaciones claras de las Naciones Unidas, la única institución que en principio ostenta una cierta representatividad legal del mundo. Pero, pese a ello, formamos parte de una coalición internacional dispuesta a la guerra.
Aunque poseyéramos en términos absolutos la verdad y la razón, ¿no deberíamos preguntarnos acerca de la legalidad de esta espectral coalición? Nuestros representantes políticos se han sumado al griterío general con una espantosa ausencia de distancia crítica y con una docilidad que raya en la servidumbre. Ellos, y no la CNN y las televisiones, deberían explicarnos exhaustivamente cómo y por qué hemos iniciado esta guerra, si es que también la hemos iniciado. Nuestros representantes políticos llaman a los amos 'aliados', pero luego se comportan como criados. No fueron elegidos para eso.
¿Podemos aceptar, precisamente nosotros, tras nuestras dolorosas experiencias, que se hable impunemente de 'guerra sucia' para combatir el terrorismo? ¿No deberíamos propugnar que Bin Laden, o quien sea responsable de crímenes 'contra la humanidad', como ha sido calificado estos días el terrorismo, sea juzgado por el Tribunal de La Haya? Pero, en este caso, ¿por qué no está esperándole ya, junto a Milosevic, Henry Kissinger, con las abrumadoras pruebas de su participación en las matanzas de Chile? Demasiadas preguntas en medio del griterío.
El inicio de una guerra narrada por Kusniewicz fue fantasmagórico por la excesiva dispersión de las piezas que se movían en el tablero. Nuestra fantasmagoría actual es el fruto de una inquietante unanimidad.
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