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La vía valenciana, 25 años después

En política, ya lo sabemos, nunca hubo una vía valenciana. Y la poca que hubo se diseñaba y, en buena medida, se sigue diseñando, desde Madrid; todo hay que decirlo, con el beneplácito o la colaboración activa de los valencianos presentes en la Villa y Corte, más jacobinos que el propio Jacobo, como suele suceder por estos lares. En economía, sin embargo, sí había una vía valenciana. No éramos muy conscientes de ello porque nos llegamos a creer, ante el desconocimiento manifiesto de nuestra propia realidad, que éramos lo que decían desde fuera que éramos; a saber: una especie de Arcadia feliz, llena de naranjos, playas, marjales arroceros y artesanos de la cerámica. Sin industria propiamente dicha, y, por tanto, sin una clase burguesa que dirigiera el proceso de modernización económica (tesis de Joan Fuster), sólo podía confiarse en las grandes empresas, multinacionales o no, que permitieran iniciar una vía de industrialización como Dios manda, por así decirlo (tesis de las instancias políticas y empresariales del momento).

Y así, mientras la producción de calzado se extendía como una mancha de aceite por el Valle del Vinalopó, las alfombras sobre Crevillent, los juguetes en la montaña alicantina, el textil en L'Alcoiá o la Vall de Albaida, el mueble, las lámparas y la industria agroalimentaria en Valencia, y el azulejo, en Castellón, las fuerzas vivas de entonces sólo pensaban en AHM y Ford, o sea, en la industria de verdad, la de las chimeneas humeantes y la producción en serie. ¿Cómo iba a haber política valenciana si se desconocían los fundamentos mismos de la realidad económica que le daba sustento? Este fue, y aún hoy sigue siendo, el gran mérito de Ernest Lluch: preguntarse qué estaba pasando realmente por debajo del tópico oficial. Y lo hizo desde la Universidad de Valencia, con la pasión y entrega digna de un universitario ocupado, y preocupado, por la sociedad a la que estaba obligado a servir. Así nació La vía valenciana, en el año 1976. La respuesta, que allí se proponía, esta vez apoyada en multitud de datos, investigaciones históricas y contribuciones teóricas de todo tipo, fue dibujándose nítidamente algunos años después, cuando grupos numerosos de investigadores cerraron los oídos a los discursos oficiales y comenzaron a patearse la calle.

Efectivamente, existía un proceso de industrialización mucho más vigoroso de lo que podía suponerse. La prueba de ello es que hoy, 25 años después, nuestra estructura industrial se parece mucho, en sus aspectos básicos, a la de entonces, y no parece que de muestras de ocaso inminente. Claro que había burguesía. El problema es que era una burguesía dispersa por el territorio, con empresas de muy reducida dimensión, y de tecnología no muy brillante. Sin embargo así eran también, mutatis mutandi, los distritos italianos del norte y centro de Italia, y no les iba nada mal; mientras el Mezzogiorno, por cierto, se estancaba irremediablemente a pesar de los grandes esfuerzos del Gobierno italiano por instalar allí sus grandes empresas públicas e incentivar, generosamente, a las multinacionales.

La diferencia, no obstante, con los distritos italianos, es que ellos eran conscientes de sus fortalezas y debilidades, y nosotros no; por eso ellos fueron capaces de segregar una clase dirigente que luchara por sus intereses y propagara por todo el mundo la buena nueva; a saber, que había llegado la hora de las pymes. Ya no era necesario ser grande para tener éxito en los mercados, bastaba con ser competitivo, y una forma de conseguirlo era integrándose, con otras muchas empresas, en un mismo territorio, aprovechándose, explícita o implícitamente, unas de las otras. Pronto los académicos, convertidos en una especie de intelectuales orgánicos de esta ¿sorprendente? nueva forma de revolución industrial difusa, le dieron una mano de barniz científico al modelo y comenzó la era del distrito industrial. Centenares de artículos, libros y congresos daban noticia permanente de lo que allí sucedía. Lluch conocía muy bien el modelo italiano y sabía que lo que aquí estaba ocurriendo era algo similar. Solo faltaba sacarlo a la luz de manera rigurosa. Y así se hizo.

La vía valenciana, tal como apareció entonces, no era otra cosa que un modelo de desarrollo industrial basado en pequeñas empresas, de carácter familiar, fuertemente concentradas en el territorio, especializadas en bienes tradicionales de consumo final, o intermedios de última gama, con una marcada orientación exportadora y con serios problemas de competitividad, fruto de su creciente inserción en los mercados internacionales. Huérfana, eso sí, de un liderazgo empresarial, de carácter industrialista, que modelara propuestas claras en el terreno político. En cierto modo, el tradicional sucursalismo de la política valenciana vendría a ser el reflejo de este vacío organizativo y estratégico del entramado empresarial que debía servirle de base. Es fácil de comprender ahora por qué una buena parte de la política industrial de los primeros gobiernos de la Generalitat estuvo orientada a fortalecer y modernizar ese modelo; un modelo, por cierto, que goza de relativa buena salud, dentro de las dificultades permanentes que conlleva la intensificación de la competencia en un mundo económico cada vez más global.

La principal pregunta que debemos hacernos ahora no es si nuestros sectores tradicionales sobrevivirán, sino más bien si podremos todos seguir viviendo en el futuro sólo de nuestros sectores tradicionales. Y la respuesta es, claramente, no. Por supuesto que deberemos seguir apoyando sin reservas a éstos, mediante una política de innovación mucho más activa de la que hoy se produce; pero es preciso y urgente abrir nuevas vías al desarrollo; particularmente aquellas que permitan extender nuestra base productiva hacia nuevos sectores, tecnologías y productos de demanda creciente, de acuerdo con las exigencias derivadas de la nueva economía del conocimiento; con empresarios de nuevo cuño, cuyo capital no se mida por el saldo bancario disponible o la antigüedad de su pasado empresarial familiar, sino por la densidad de materia gris que puedan movilizar.

Y aquí es donde está el verdadero problema, porque si los actuales dirigentes políticos y empresariales, liberales ellos, sólo ahora comienzan a vislumbrar la necesidad de la política de innovación en los sectores maduros, que, al fin y al cabo, son los suyos, imagínense lo difícil que les puede resultar aceptar la necesidad de nuevos instrumentos diversificadores (fondos de formación, provisión de nuevas tecnologías, bolsas de capital-riesgo o inversión en investigación y desarrollo) que, en el fondo, piensan, no les va a beneficiar directamente. La nueva vía valenciana al desarrollo parece, pues, contar hoy con los mismos problemas de incomprensión con que contaba hace ahora 25 años. Ojalá sea yo el equivocado. Pero, por si acaso, léanse el excelente epílogo del profesor Vicent Soler a esta nueva edición de La vía valenciana, en memoria de nuestro admirado y querido compañero Ernest Lluch.

Andrés García Reche es profesor titular de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia.

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