La Ilustración y su sombra
Uno de los límites más frecuentemente subrayados a la hora de valorar el alcance de la Ilustración ha sido su carácter elitista o, mejor aún, su incapacidad para penetrar más allá de un reducido círculo de intelectuales y de algunos cenáculos de personas cultivadas pertenecientes en su mayoría a las clases dominantes. Pues bien, el propósito de combatir esta convicción difundida es el motor que ha inspirado este libro, de un profesor de la Universidad de Glasgow, que ha leído para ello un buen número de obras del siglo XVIII y, sobre todo, un buen número de trabajos recientes que han rectificado muchas de las ideas admitidas sobre esta problemática.
Hay que decir, sin embargo, que el autor ha jugado a favor de sus tesis antes de saltar a la palestra, ya que se ha ceñido, mediante una deliberada elección, a Francia, Inglaterra, Escocia y la Alemania septentrional (con unas gotas escandinavas), es decir, a la Europa más avanzada en el terreno de la cultura y en muchos otros, obviando la geografía del subdesarrollo, es decir, la península Ibérica, las Italias, el resto de las Alemanias y la Europa oriental, por no hablar de las Américas, que tanto en el norte como en el sur conocieron el brillo de las Luces. De esta forma, su demostración pierde su posible carácter universalista, aunque no por ello su valor como ejemplo para tener en cuenta a la hora de investigar otros espacios.
HISTORIA SOCIAL DE LA ILUSTRACIÓN
Thomas Munck Traducción de Gonzalo García Crítica. Barcelona, 2001 272 páginas. 3.500 pesetas
En este sentido, resultan sugerentes las secciones dedicadas a temáticas renovadas en los últimos tiempos, como las manifestaciones de la cultura popular, las formas de la religiosidad, el uso de los espacios públicos para las fiestas o los desfiles, el avance de la alfabetización, la consiguiente multiplicación de los lectores, la democratización del arte a través del grabado y la estampa, el papel de la prensa periódica o la proliferación de los ámbitos de reunión y discusión, desde los cafés a las cervecerías, desde las academias provinciales a las logias masónicas, desde los salones parisienses a los clubes londinenses. Finalmente, los tres últimos capítulos señalan los caminos por los que los distintos grupos sociales llegaron a articular una opinión pública operativa y a exigir su participación directa en la vida política.
En efecto, la universalización de un debate que aplicaba la crítica racional al conjunto de las creencias heredadas y al sustrato de convenciones que sostenían la sociedad estamental no podía sino descubrir la existencia de una profunda contradicción. Dicho con otras palabras, las nuevas ideas dieron cobertura intelectual a una política de reformas que a la larga se reveló insuficiente a los ojos de los más lúcidos o radicales, que optaron por exigir una transformación completa del viejo sistema, es decir, por la revolución. Hecho que explica la opción cronológica del autor, que se mueve entre las Lettres persanes, de Montesquieu (1721), y las muertes de Condorcet y Lavoisier (1794), que de alguna manera pueden servir como símbolo del fin de la Ilustración.
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