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Columna
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Llagostera como síntoma

Josep Ramoneda

Cada episodio tiene su imagen. El conflicto entre Fecsa, la Generalitat y Llagostera ya tiene su icono: los mossos protegiendo a los trabajadores que construyen una línea de alta tensión impuesta por decreto del Gobierno catalán contra la voluntad de los vecinos. Algo falla cuando una obra de interés supuestamente general tiene que hacerse a toda prisa, trabajando día y noche, y con protección policial. El alcalde Postigo y el municipio de Llagostera libran una lucha desigual contra Fecsa y contra la Generalitat en la que las muchas adhesiones recibidas no impedirán que acaben condenados a la soledad política. Seis mil habitantes de Llagostera representan muy pocos votos en comparación con los miles de habitantes y veraneantes de la Costa Brava y con los enormes intereses económicos que allí se juegan. Éste es el cálculo que ha hecho que la Generalitat escogiera la vía de la imposición y hará que la oposición procure pasar de puntillas sobre el conflicto. Pero su caso, aunque pueda parecer un conflicto muy local, puede convertirse en un síntoma del deterioro de los servicios básicos y del desgaste del poder de Convergència i Unió, que ya tiene que acudir a la fuerza para imponer su sistema caciquil de intereses.

Empecemos por lo más general. La fiebre privatizadora de los últimos años, que encuentra en algunos cuadros dirigentes de convergencia el entusiasmo del catecúmeno, está colocando, aquí y fuera de aquí, muchos servicios básicos para el funcionamiento de la sociedad en manos de la iniciativa privada. La energía, como la seguridad, como la sanidad y como la educación, son bienes que el Estado tiene obligación de garantizar a los ciudadanos y, por tanto, debe evitar cualquier especulación que los restrinja por su coste o por su dificultad en llegar a todos. Los gobiernos han ido transfiriendo estos servicios a la empresa privada y se han desentendido por completo de ellos, porque según la ortodoxia dominante hay que dejar libre juego a las empresas. Las empresas viven en función de la cuenta de resultados y hay servicios que no pueden estar en función de los beneficios. La energía, necesaria para el funcionamiento de un país, es uno de ellos (y a la vista está el gran descalabro californiano).

La historia de Llagostera es un ejemplo pequeño, pero representativo, del desorden generado por la desregulación protegida organizada por nuestros gobiernos. No olvidemos que el Gobierno español otorgó una prima de salida de un billón de pesetas a las eléctricas. Ni así de protegidos nuestros empresarios liberales cumplen lo que les es exigible. La empresa -Fecsa, en este caso-, por razón de sus resultados, retrasa irresponsablemente las obras de infraestructura imprescindibles en la red eléctrica catalana. El Gobierno -cuyo compadreo con la empresa es de dominio público y se ilustra con abundante circulación de nombres y apellidos- se inhibe. Hasta que el problema estalla en insuficiencia energética y en apagones en diversos lugares del país. Entonces, todo son prisas, porque aparece el pánico del descontento ciudadano. Pero el mal ya está hecho: porque se llega con retraso, no se afrontan las obras de infraestructura que el país necesita (para que sea más sangrante, coincide con el anuncio de que la Comunidad de Madrid contribuye a la financiación del cableado subterráneo de la electricidad, algo que aquí se nos dice que es ilusorio por costoso) y se acaba imponiendo una resolución parche, incluso contra lo que ya había sido pactado por la propia Generalitat y por la empresa con el municipio de Llagostera. Merece la pena recordar este caso, porque puede que adquiera el símbolo de precursor cuando nos encontremos en deficiencias parecidas en sanidad, en educación, en seguridad y en otros campos básicos que los gobiernos están dejando irresponsablemente (en todo o en parte) fuera de su control.

Pero si el caso es sintomático sobre las emociones que nos promete el paraíso de la sociedad desregularizada, es también muy significativo del estado de desgobierno de la Generalitat convergente. La protección a los amigos y el desprecio a las instituciones son dos constantes del sistema clientelar construido por Convergència i Unió que ahora, en sus horas bajas, se nos aparece descarnadamente. El discurso patriótico -que todo lo tapaba- ha sido sobre todo un modo eficaz para garantizar que gobiernen siempre los mismos. Pero su mal uso hace que cada vez sea menos útil: ya no sirve siquiera para acallar el malestar concreto de un municipio que siente que se ha cometido un abuso con él. Porque el modo en que el Gobierno catalán ha despachado este problema es una demostración más del desprecio por el poder local que siempre ha tenido el pujolismo. El Gobierno catalán ha hecho un mito del centralismo español. Razones tiene. Pero el centralismo catalán, el de la Generalitat, el que ella practica dando por supuesto que la institución central -el Gobierno- es el Sol y que todas las demás tienen que girar a su alrededor a la música que ella entona, no tiene nada que envidiar al centralismo español. Es más, el centralismo español, por la fuerza de todos, ha tenido que ceder y ha cedido a los poderes autonómicos y locales. ¿Qué ha hecho el poder nacionalista por el poder local catalán? Aunque la Generalitat pueda tener razón en la urgencia de construir la línea -razón que pierde por la inhibición respecto a la pasividad de Fecsa que ha creado el problema-, el método utilizado, enfrentándose con el poder local, es impropio de lo que deberían ser las relaciones institucionales en una Cataluña abierta, que nada tiene que ver con esta idea de un país familia cerrado en torno a la autoridad del padre presidente.

En política, las decadencias tienen esa ventaja: que hacen que emerjan a la superficie los vicios que en los momentos de apogeo y autoridad quedaban escondidos bajo la capa presidencial. El espacio de las complicidades ha sido y es tan alto en Cataluña que no será fácil que se recomponga el espacio cívico. Las relaciones Fecsa-Generalitat son un ejemplo de una trama de compadreos que no concuerdan con el principio de interés general que debe guiar a un gobierno. Pero una gran familia se distingue por la arbitrariedad del padre y porque siempre hay que estar dispuesto a echar una mano a los primos y a los sobrinos. Se dice que el poder político tiene cada vez más dificultades para controlar al poder económico. Y es verdad, la mundialización es, en este sentido, un juego bastante desigual. Pero muchas veces es la falta de voluntad la que impide poner en su sitio a las empresas que abusan: leyes y mecanismos para hacerlo, pese a todo, los hay. El problema es que hay un momento en que uno ya no sabe si algunos políticos están ahí por su peso y representatividad o por delegación del sector empresarial.

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