Las rodillas de Elsa
Temblaron. Como si fueran la WTC1 y la WTC2, vi cómo se estremecían y hasta creí percibir que sus rótulas humeaban. Afortunadamente, no se derrumbaron, las rodillas de Elsa claro. Pasado un rato, se serenó, pero desde aquel día la veo obsesionada con los americanos, los ascensores, los rascacielos, el suministro de gas, y hasta con su muñeca Sherezade, de la que ya no parece fiarse tanto como antes. Yo le digo que, casi con toda seguridad, Osama Bin Laden no ha oído hablar jamás de San Sebastián, y que aquí no hay rascacielos, ni pentágonos, que aquí tenemos la Concha y que no tiene sentido jumbosuicidarse contra la Concha, ni siquiera para tomarse un baño diferente, aunque sea el último. Sin embargo, ella no las tiene todas consigo, y me habla del Guggenheim y de San Mamés, aunque lo que más le preocupa es lo del festival de cine; le inquieta eso de que las estrellas americanas no hayan querido aparecer por aquí.
Bueno, paso por alto que las manos de Bin Laden le parezcan más bonitas que las mías y procuro tranquilizarla diciéndole que si las estrellas no han venido a San Sebastián no ha sido por miedo a que aquí pudieran confundir los cubos de Moneo con el Pentágono, sino por solidaridad con las víctimas del desastre. Ella me responde que cuando los americanos temen es que temen de verdad, y que esos no han venido porque tienen miedo a volar, al Cantábrico -que igual es tierra de moros-, y hasta a la pantalla del cine, no vaya a ser que cuando se apaguen las luces de la sala y aquello se ilumine con estruendo cuadrafónico, la luz sea la del luminoso túnel del no retorno. Luego, es ella la que me deslumbra con su sagacidad habitual y me confiesa que lo que le molesta de verdad del festival de San Sebastián es su síndrome eurocéntrico.
Me quedo boquiabierto y trato de indagar qué quiere decir con eso. Me lo explica con la locuacidad de pitonisa que le caracteriza cuando está segura de algo que, como afirma ella, no cabe en ningún diccionario. Yo le suelo objetar que no cabrá en el suyo, pero después de escucharla suelo concluir que seguramente tiene razón. Igual que sus rodillas no entran en ningún diccionario, tampoco Elsa, ella entera, lo hace, y sus palabras suelen ser a su cuerpo lo que las torres gemelas incendiadas fueron a sus rodillas; yo me di cuenta de la catástrofe, de que aquello no era un telefilm, gracias a éstas y a la angustia que me produjeron. Y bien, ella no entendía toda aquella mendicidad del festival hacia las estrellas americanas, sin las que el evento parecía venirse abajo. De repente, protesta, nos vienen con el 'América nos salva' después de pasarnos la vida despotricando de los americanos. El personal del servicio siempre acaba salvando la mansión del fuego, sentencia, y es así como pretendemos dar a entender que vemos a los americanos; no podemos soportar ser en realidad nosotros el personal del servicio y usamos con ellos el desdén del señorito. Todo lo que hacen está mal, y antes Uganda, salvo para hacer de floripondios. Claro que, sonríe, con el centro floral se llevan las perras, pero en el fondo nos viene bien porque eso nos permite seguir siendo desdeñosos. Es cuestión de hidalguía.
Su amiga Lola, por ejemplo, le había dicho después de la catástrofe que también ella era neoyorquina; no de una granja perdida de Oregón, que era de donde en realidad podía ser, sino neoyorquina y de la quinta, seguro. Y es que lo mejor de los americanos nunca es de los americanos, no, es nuestro. Y lo mejor de los americanos suelta lo de la Justicia infinita y nos pone a pasear su poderío y nos da el berrinche. Con el nuevo telefilm nos olvidamos del de la semana pasada, y luego nos sacan a los talibán, que parece que están rodando una película de Jesucristo, y claro, nos quedamos con el peplum. A ella con lo de la guerra era como si le vaciaran la matriz, pero no estaba de acuerdo con su amiga Lola, otra vez, y la historia que se había montado con los refugiados afganos, que eran todos guapísimos. Según su amiga, era la Justicia Infinita la causante de aquel éxodo que luego quería remediar con leche en polvo. Ella le había replicado que si los talibán hubieran entregado al monísimo Bin Laden, o hubieran decretado su caza y captura, o hubieran colaborado para ello y para desmantelar los campos de entrenamiento de Al Qaeda con los demás países, no hubiera habido éxodo, ni guerra, ni Bush hubiera puesto en ridículo a Dios. Claro que igual se les hubieran despelotado las mujeres. Y entonces no son las rodillas de Elsa las que tiemblan, sino su cuerpo entero.
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