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España y la inmigración

La conmoción por los atentados del pasado 11 de septiembre y el formidable escándalo político suscitado por la llamada, con razón, estafa de Estado de Gescartera han difuminado en las últimas semanas el protagonismo informativo del que, sin embargo, creo que está llamado a ser el gran tema de los próximos años: la inmigración. Gran tema y, tal vez, la gran preocupación.

Los españoles, en realidad todos los ciudadanos europeos, asisten con una mezcla de turbación, angustia y desconfianza al fenómeno migratorio, que va a cambiar, en sólo unos años, el perfil de la vida cotidiana de nuestras ciudades y pueblos.

España, Europa entera, está destinada a convertirse en una sociedad multicultural y multirracial que va a parecerse muy poco a la que hemos conocido las actuales generaciones. Lograr que esa transición sea fuente de riqueza social, cultural y económica y transcurra, además, sin generar graves conflictos en la sociedad es, tal vez, el gran reto que como sociedad -española y europea- debemos plantearnos para los próximos años.

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Y, para empezar, es bueno que nos vayamos acostumbrando al primer rasgo que define este fenómeno: su irreversibilidad. En efecto, mientras persistan los problemas que constituyen la base misma de las migraciones, la pobreza, la superpoblación y las guerras, mientras las economías de los países ricos sigan demandando mano de obra, estos movimientos de población van a continuar. Así que mejor que olvidemos aquella desafortunada idea de que 'teníamos un problema y lo hemos resuelto'.

El problema no sólo no está resuelto, sino que convendría no empeorarlo. Y a empeorarlo contribuyen no sólo las posiciones ilusorias o ilusas como la citada, sino también las apuestas equivocadas como la que constituye la decisión del Gobierno español de tensar las relaciones con el reino de Marruecos. Las últimas polémicas públicas entre ambos gobiernos son un reflejo del preocupante deterioro de las relaciones entre ambos países, un deterioro que no viene de ahora, sino que hunde sus raíces en la evidente falta de una política coherente de España hacia nuestro vecino del sur. Quizá la ruptura del acuerdo pesquero, que tanto sufren los pescadores de mi tierra, condense con fatal precisión esta carencia básica de la política exterior española.

No le falta razón al Gobierno español cuando reclama de Marruecos una persecución más eficaz de las mafias de la inmigración. Marruecos, además, debe medir el devastador efecto moral que a buen seguro produce en la sociedad marroquí la sangría humana que supone la inmigración y las muertes cotidianas en el Estrecho. Pero también es de justicia señalar que atenta al sentido común creer que dichas mafias únicamente operan en la costa de Marruecos: esas redes que comercian con la vida y la libertad de miles de seres humanos actúan en ambas orillas y en ambas hay que combatirlas, mejor desde la cooperación y desde la conjunción de esfuerzos que desde el reproche y la demagogia.

Lamentablemente ahora estamos en peor situación que antes de que se produjera esa polémica estéril. El Gobierno español no puede emplear a Marruecos como válvula de escape de nuestras propias responsabilidades como Estado. Sólo uno de cada cinco inmigrantes ilegales accede a España en patera. El resto, es decir, el 80%, lo hacen a través de puertos, aeropuertos y fronteras terrestres, que son, y es mejor reconocerlo, un auténtico coladero. De manera que resulta inexacto, por no decir que injusto, asociar únicamente a Marruecos con la inmigración ilegal y contribuir a lo que Tahar Ben Jelloun llama 'satanización' del vecino del sur.

Marruecos debe ser objetivo prioritario de la política exterior española. Por razones económicas, por cuestiones como la pesca o la importante presencia empresarial en ese país; razones sociales, como la inmigración; razones estratégicas, como la seguridad en el Mediterráneo; razones históricas, culturales, etcétera, sin olvidar la existencia de zonas estratégicamente sensibles como Ceuta y Melilla. Marruecos debe ser objetivo preferente de España, porque a España le va mucho en el futuro de Marruecos. Como señalaba recientemente Sami Naïr, 'el desarrollo económico, social y político de este país es una garantía de prosperidad para España'. Así pues, la cooperación, el diálogo estable a través de los órganos necesarios son instrumentos que en modo alguno pueden ser sustituidos por la descalificación, el reproche público o los desplantes. Recuperar la normalidad en las relaciones con Marruecos es absolutamente indispensable. Sólo desde la serenidad, la cooperación y el diálogo podremos encontrar soluciones conjuntas a los problemas comunes. Para ello, es imprescindible celebrar, en el menor plazo posible, la cumbre bilateral prevista entre ambos países.

España, que ha sido históricamente un país de emigración, tiene que ser ahora un país abierto a estos movimientos de población y convertirse en un modelo de integración. El Mediterráneo no puede ser un nuevo muro de la vergüenza. Pero resultaría un absurdo y una irresponsabilidad pretender que nuestro país abra las fronteras a todo el que quiera venir. España sólo puede acoger a aquellos inmigrantes a los que pueda ofrecer un puesto de trabajo e integrar desde un punto de vista social, económico y cultural. Lo contrario desembocaría en un serio problema que se agravaría hasta cotas impensables cuando el ciclo económico se torne negativo. Algunos indicios, lamentablemente, ya apuntan a ello.

Frente a los problemas derivados de la inmigración, España debe hacer un esfuerzo. En primer lugar, debe fijar los contingentes de inmigrantes que necesitamos. En este sentido, es necesario establecer con la mayor claridad y rigor, mediante el diálogo con los empresarios, el número de inmigrantes que nuestra economía necesita y articular los tipos de contratos más adecuados para este tipo de trabajadores, por ejemplo, los fijos discontinuos que permitan a estos hombres y mujeres venir a España como temporeros y volver, con naturalidad y sin miedos, a su país. Igualmente, es necesario reforzar los recursos humanos y materiales de la inspección de trabajo, para perseguir eficazmente las situaciones de explotación y evitar el dumping social, que puede agravarse en una hipotética situación de recesión económica.

En segundo lugar, es imprescindible un esfuerzo para controlar, con unos mínimos visos de seriedad, las fronteras. Todas, como hemos señalado. Tercero, debe traducir el peso político de España en convenios de retorno de los inmigrantes ilegales, ligados a la citada contingentación de los trabajadores que puedan venir con un contrato de trabajo bajo el brazo. Y por último, pero no por ello menos importante, es necesario adoptar más y mejores medidas de integración social de los inmigrantes.

Es verdad que en España el porcentaje de población inmigrante es aún relativamente bajo en comparación a otros países europeos. Pero no es menos cierto

que el Gobierno se ha mostrado, hasta la fecha, absolutamente incapaz de conocer cuántos inmigrantes se encuentran realmente en nuestro país. Tanto es así que, en el reciente proceso de regularización, se esperaban unas 180.000 solicitudes y la cifra final superó las 320.000, de manera que la previsión oficial apenas se desvió un 80% sobre la real.

De otro lado, buena parte de esta población inmigrante -legal e ilegal- se concentra en determinadas zonas donde, evidentemente, se produce una saturación de los servicios que es percibida por la población española como un efecto no deseado de la inmigración. Los ayuntamientos y las comunidades autónomas están soportando íntegramente sobre sus hombros -y sobre sus arcas- el coste de la atención social, sanitaria y educativa de la población inmigrante. Ello no es razonable, pues estas administraciones carecen de recursos suficientes para acometer este reto o, al menos, no pueden hacerlo sin que la calidad de los servicios se quebrante.

Ésta son algunas de las razones por las que respaldo la necesidad del gran pacto político que ha propuesto, en materia de inmigración, el secretario general del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero. Un gran pacto, fundamentalmente entre el PP y el PSOE, que deje atrás el debate suscitado en torno a la Ley de Extranjería, que no debe ser obstáculo para alcanzar un acuerdo. A los socialistas no nos gusta esa ley, pero es la que hay y la respetamos. Y, siendo honestos, debemos reconocer todos, partidarios y detractores de la ley, que la mejor ley del mundo sería en sí misma insuficiente para resolver este problema.

Un pacto político que dé lugar a convenios entre las Administraciones para garantizar la calidad y la estabilidad de los servicios públicos en aquellos lugares en los que, como he señalado anteriormente, se produce una saturación de los mismos por la superpoblación inmigrante.

España tiene una oportunidad de oro para colocar en primerísimo primer plano de la agenda europea el gran reto de la inmigración. Tenemos que plantear un tratamiento singularizado de las regiones fronterizas, que reciben cada año a miles de inmigrantes cuyo destino final son otros puntos de la UE. Y podemos y debemos recuperar el espíritu de la Conferencia Euromediterránea de Barcelona en 1995, apostando por el desarrollo económico de los países de origen de la inmigración, secando las raíces de la pobreza y las guerras.

Frente a quienes propugnan que a España se le recuerde por haber introducido el euro (sic), nosotros apostamos por prestar un auténtico gran servicio a España y a Europa colocando a la inmigración como uno de los asuntos esenciales de la presidencia española de la UE.

Manuel Chaves González es presidente de la Junta de Andalucía.

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