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Columna
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Con la cabeza en otra parte

Josep Ramoneda

Lo global y lo local: en un momento en que la ciudadanía tiene la cabeza en otra parte, porque, quien más quien menos, todos estamos convencidos de que lo que ha ocurrido en Nueva York y lo que pueda ocurrir en Afganistán nos concierne, la política catalana empieza nuevo curso con dos temas que en otra coyuntura serían estelares: el enfado de Convergència i Unió por la ley de estabilidad presupuestaria que el Gobierno se ha sacado de la manga para limitar la capacidad de gasto de las autonomías y la moción de censura evanescente de Maragall, homenaje del líder socialista a su propia y peculiar idiosincrasia. Las tempestades de septiembre se han llevado de la actualidad el penoso espectáculo veraniego de la persecución de inmigrantes por las calles de Barcelona. Sus últimos ecos -la puesta en libertad de la mayor parte de aquel grupo de inmigrantes- apenas han sido noticia. Nadie ha pedido cuentas a las administraciones por aquel acorralamiento que los jueces acaban de reconocer que era infundado. Nadie ha preguntado qué será de estos ciudadanos, para los que las instituciones, fracasada la vía represiva, parecen no tener respuesta.

El desencuentro entre CiU y el Gobierno por el marcaje que el PP quiere ejercer sobre el dinero autonómico es un esbozo de lo que será el telón de fondo de la politiquería catalana hasta las elecciones. CiU, aliada sumisa del PP por la fuerza de las cosas, tiene que iniciar un periodo de gesticulación y protesta para seguir haciendo creer a la ciudadanía que tiene el monopolio de las reivindicaciones nacionales, en tiempos en que cada vez hay más gente reticente, más almas decididas a perder la virginidad, después de tantos años de uso particular de lo patriótico. En realidad, el serial de las peleas controladas entre PP y CiU por razón electoral servirá para saber si puede más la solidaridad entre partidos conservadores o el conflicto entre dos nacionalismos.

Aunque, siguiendo el discurrir de los tiempos recientes, Pujol ha ido evolucionando cada vez más hacia la derecha, el presidente, socialdemócrata confeso en los años setenta, ha conseguido mantener una imagen de gobernante con sensibilidad social, como dice el lenguaje cursi de la política de imagen. Sin embargo, el relevo generacional ya ni siquiera guarda las apariencias. Las ganas de Duran de tener vida propia en Madrid llevaron a Unió al riesgo de pasar de ser la izquierda social de la coalición a ser la derecha españolista. Afortunadamente para el líder democratacristiano, han aparecido en Convergència personajes tan fascinados por la conversión de la derecha española a la ortodoxia de la globalización neoliberal que parecen haber descubierto en Rato a su estrella de Oriente. En este terreno, nadie gana en méritos ni en devoción a Francesc Homs. Aunque Artur Mas no le queda a la zaga como exponente de una generación que, uno de sus propios miembros, definió, sin miedo al ridículo, como lectores del Avui i del Wall Street Journal. Tenemos dos años por delante para ver si la solidaridad de derechas resiste a la ritualización del conflicto entre nacionalismos. Pujol hará bien, sin embargo, en frenar las pulsiones neoliberales y la fascinación por el dinero triunfante de sus herederos. Entre otras cosas, porque los tiempos cambian y después de que el ataque a Estados Unidos certificara algo que ya se sabía desde hace algún tiempo, el final de lo que Touraine llamó la transición liberal, puede que entremos en una fase de recuperación del prestigio del Estado y de los valores del keynesianismo que deje fuera de juego a sus bien planchados sucesores.

La moción de censura de Maragall parece ya inevitable. Es difícil de entender el empeño que Maragall ha puesto en este asunto. Podía tener algún sentido si se trataba de dibujar una mayoría alternativa para el futuro. Pero Esquerra e Iniciativa ya han avisado que no van a votar la moción. Con lo cual se desdibuja el bloque que ha estado votando regularmente contra la mayoría de gobierno. Queda por tanto como un ejercicio de prestigio y de consolidación de la imagen de presidenciable. ¿Lo necesita Maragall? Entre las cualidades de Maragall no está la de ser un buen parlamentario. Y él lo sabe. Es difícil entender las razones que pueden llevarle a correr tantos riesgos, en un momento delicado porque se entra en la fase decisiva para que el electorado se decante de su lado.

En fin, la moción está ahí, sean las que sean las motivaciones más psicológicas que políticas de Maragall. Y puesto que no va a evitarse, hay que hacer de lo innecesario virtud. Pujol y Maragall son dos personajes con capacidad intelectual y conocimiento político como para poder armar el debate que la política no ha hecho, ni en Cataluña ni en España, desde los acontecimientos del 11 de septiembre. Viendo en la televisión debatir a los parlamentarios ingleses a las pocas horas de los sucesos, uno sentía sana envidia. Aquí no pasamos del nivel de las adhesiones incondicionales. Ningún país es ajeno a lo que está ocurriendo en el mundo. Ha habido mucha vanidad y mucha autosuficiencia en Occidente. Desde las alturas de esta élite globalizada instalada en una pequeña franja que -a modo de alfombra triunfal- da la vuelta mundo, aunque en algunos lugares se hace estrechísima, es difícil ver la realidad del bosque enmarañado que se divisa a lo lejos. Urge hablar de todo ello.

La ciudadanía tiene miedo. Ha visto con angustia una acción terrorista descomunal y sin precedentes. Teme que la respuesta aumente la inestabilidad y la inseguridad. Ve que la economía se tambalea y no sabe cuándo empezará a afectarle en su vida cotidiana. Desde la política nadie había tenido el coraje de explicar a la sociedad que un cambio tan enorme como el que ha habido en el mundo desde 1989 no podía hacerse sin riesgos y situaciones de extrema conflictividad como las que se están viviendo. De estas cosas (y de sus consecuencias entre nosotros, por ejemplo, con la cuestión de la inmigración) deben hablar los dirigentes políticos. Pujol y Maragall tienen la ventaja de ser políticos que hablan con categorías morales, algo cada vez más inusual en los nuevos políticos de diseño. El Gobierno catalán no ha tenido la iniciativa de abrir este debate. Y es un error, porque en estos casos la ciudadanía espera -y agradece- el liderazgo político. Maragall tiene la oportunidad de convertir su moción de censura en una reflexión sobre este delicado momento. La globalización, al fin y al cabo, sólo significa esto: nada de lo que ocurre en el mundo nos es ajeno. Se dice que después del 11 de septiembre hay que recuperar la política que la economía había engullido. Pujol y Maragall tienen la oportunidad de demostrarlo. En beneficio de ambos, porque pocos entenderían que se enzarzaran en disputas menores cuando la gente vive con un ojo puesto en el telediario por miedo a que la guerra haya empezado.

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