EE UU da un giro histórico
Estados Unidos es un país cíclico, con muchos modelos distintos de conducta y con una brusquedad que puede sobresaltar a los observadores; podemos cambiar súbitamente de marcha y adoptar otro modelo nuevo, pero que casi siempre tiene raíces en nuestro pasado. En los años veinte de Scott Fitzgerald comíamos carpas y bailábamos el charlestón, y en Las uvas de la ira, de John Steinbeck, con la pobreza y el sufrimiento de la Gran Depresión de los treinta, nos volvimos serios e izquierdistas. En 1940, Europa parecía estar todavía muy lejos, nosotros no éramos un país militar, había un enorme sentimiento aislacionista en grandes zonas del país y la ley para el llamamiento a filas se aprobó en el Senado por un escaso y soñoliento voto. Después vino Pearl Harbor, el auténtico Pearl Harbor, no el que están poniendo ahora en los cines de pantalla gigante, y Estados Unidos dio un giro brusco. Casi de la noche a la mañana, la energía de este país, que era como un enorme gigante dormido, activó todas las facetas de la vida; fábricas, mano de obra, etcétera, fueron movilizadas y nos convertimos en un país en guerra.
No tengo auténticos recuerdos de Estados Unidos antes de la II Guerra Mundial. Yo era una niña entonces y dudo de que el que me enviaran a campamentos de verano en el campo, donde, como niña de diez años de la burguesía, yo (al igual que otros muchos niños de mi edad) me encontré dando de comer a los cerdos y ordeñando a las vacas, contribuyera en mucho al esfuerzo de guerra (los granjeros estaban supuestamente en el Ejército), pero aclara un poco la psiquis estadounidense, a veces tan desconcertante para los europeos.
No somos un país ideológico, y no tenemos recuerdos pasados de una autoridad suprema, de un rey poderoso que tuviera el poder y tomase las decisiones fundamentales. Para los primeros colonos que se abrieron paso por los terrenos salvajes, el depender del vecino no era simplemente delicadeza o un acto de bondad social; era cuestión de vida o muerte. Así es como Estados Unidos se organizó, y esto forma parte de nuestro tejido social, nuestra vida económica (incluso la manera en que están estructuradas nuestras leyes fiscales) y ha dado forma a nuestras respuestas psicológicas ante el peligro (ir inmediatamente a donar sangre, etcétera). Para bien o para mal, la iniciativa privada mantiene los museos, la cultura, las campañas políticas, causas como el sida, las relaciones entre razas, los movimientos contra la guerra, la atención a los ancianos, etcétera. La responsabilidad cívica se les inculca a los niños desde preescolar. Los estudiantes cuentan con que, al solicitar plaza en universidades del calibre de Harvard, se les pida que presenten, además de sus logros académicos, una relación de las horas empleadas en servicios sociales.
La ciudad de Nueva York siempre se ha enorgullecido de funcionar extraordinariamente bien en los grandes desastres como los apagones (un apagón parece ahora una pequeñez). Los neoyorquinos sobrevivieron a las privaciones económicas durante los sombríos años sesenta, setenta y parte de los ochenta, cuando la mayor parte del país nos consideraba un lugar peligroso y venido a menos. Estos reflejos profundamente arraigados se pusieron en acción el 11 de septiembre.
Hay un antes del 11 de septiembre y un después de ese día. El mundo de Monica Lewinsky, de riqueza sofocante, de una joven generación que se sentía nostálgica porque no tenía grandes causas aparte de decorar un nuevo piso que podía costar uno o dos millones de dólares, ha desaparecido. Los pocos republicanos de Newt Gingrich que habrían llegado al extremo de cerrar el Gobierno por innecesario, que parecían creer que no necesitaban Gobierno, ahora aparecen como una rara reliquia del pasado. Las películas, cada cual con más y más escenas artificiales de sangrientas guerras y horrores de mentirijillas, encaminadas a contentar a un público muy protegido de la tragedia, también parecen una reliquia de otros tiempos. En estos días, nadie siente la necesidad de ir corriendo a ver la megapelícula Pearl Harbor.
Una vez más, Estados Unidos ha dado uno de sus bruscos giros históricos. Tenemos un presidente sin experiencia que ni siquiera fue votado por la mayoría del país, y, sin embargo, el Gobierno instantáneamente adopta, casi sin fisuras, el modelo histórico bipartidista de la II Guerra Mundial: Clinton y los demócratas prometen apoyar sin reservas a Bush. El alcalde Giuliani le da a su antigua rival Hillary Clinton un beso en la mejilla. La preocupación de antes del 11 de septiembre acerca de qué político se acuesta con quién está pasada de moda. Gary Condit, ¿quién es ése? Rusia y Estados Unidos, sin el menor esfuerzo, recaen en su modelo histórico de aliarse en las grandes guerras. Y así van las cosas.
¿Y qué hay de Bush? Aunque tenemos la desventaja de un presidente sin experiencia, el Gobierno tiene la ventaja de que el 'nivel cero' se produjo en un momento en que el país estaba inusualmente bien integrado y tranquilo. No hay grandes batallas estudiantiles, ni grandes tensiones raciales o de clases. Y, como ocurrió en el momento en que el país estaba comprometido en un examen de conciencia de las injusticias cometidas contra los americano-japoneses durante la II Guerra Mundial (se les encerró como posibles enemigos extranjeros), la medida inmediata fue proteger a los árabes y musulmanes residentes en Estados Unidos.
Muchos de mis amigos están alborotados porque tenemos a George W. al timón. Yo me sentiría más a gusto si hubiera estado Gore o Clinton. Pero una de las razones de que el mundo tuviera grandes líderes como Roosevelt y Churchill durante la II Guerra Mundial es que los tiempos exigían grandes líderes. Una de las razones de que el mundo se haya visto invadido por enanos sensuales o de moralidad puritana en las últimas décadas es que los tiempos no exigían nada mejor. El FBI estaba tan plagado de bostezos burocráticos que ni siquiera podía leer sus propios mensajes urgentes de que Nueva York estaba a punto de saltar por los aires.
Las circunstancias moldean el carácter, y a este hombre aniñado y malcriado de Tejas, al que una extraña serie de circunstancias ha convertido en presidente de Estados Unidos, inevitablemente, y por pura necesidad, se le dará otro destino histórico. El gran héroe del momento es el alcalde Giuliani. Giuliani fue un alcalde brillante en su primer mandato, que tuvo su mejor momento cuando sacó a la ciudad de Nueva York del estancamiento económico, devolviéndola a su papel de gran ciudad internacional. Y estuvo en su peor momento cuando la ciudad ya no le necesitaba realmente, y se desintegró en una irascible moralidad de bolsillo, peleándose con la burocracia por cuestiones estúpidas y riñendo con la que estaba a punto de convertirse en su ex mujer. Y, sin embargo, el 11 de septiembre se convirtió en el nuevo Franklin D. Roosevelt de la ciudad de Nueva York, utilizando otra vez su valentía y brillantez para salvar la ciudad. Es demasiado pronto para saber si Estados Unidos tomará las decisiones adecuadas, pero el proceso de toma de decisiones traerá consigo un cuadro de cerebros y de expertos (muchos esperan que Bush le dé a Giuliani un puesto en el Gabinete), además de los líderes y expertos de la OTAN. Este nuevo tipo de guerra implicará una gran cantidad de maniobras políticas, diplomacia y sanciones económicas.
Barbara Probst Solomon es escritora y periodista estadounidense.
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