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Tribuna:EL SÍNDROME DE LA 'NUEVA ERA'
Tribuna
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Los heraldos del historicismo

José María Ridao

La escalofriante dimensión de los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono ha acentuado una tendencia habitual en los últimos años, tan proclamada como, a la postre, inútil para los análisis que deben preceder a la acción: la de que entramos en una nueva era. A los vacuos e insistentes tópicos sobre la globalización de la economía, la justicia o la cultura, repetidos hasta la saciedad en el reciente discurso político e intelectual, ha venido a sumarse en estos días el de la nueva era del terrorismo. Vivimos así bajo el síndrome de que todo cuanto se avecina es inédito en la historia, de que ni en el fondo ni en la forma el pasado conoció cambios semejantes a los que nos ha tocado sobrellevar, por lo que el futuro no se percibe más que como un confuso deambular a ciegas. Lo único que se acierta a decir de él, y esto sin perder la compostura ni advertir el tamaño del ridículo, es que está tan preñado de riesgos como de posibilidades.

¿Hace falta recurrir al choque de civilizaciones para explicar lo que está pasando?
¿Acaso este odio no se explica por una acumulación de decisiones políticas inadecuadas?
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A poco que se haga, el esfuerzo de no dejarse contagiar por el clima de excitación en el que llevamos instalados hace más de una década, se observará que la más antigua, la más rancia, la más inverosímil y peligrosa de las retóricas es, precisamente, la de la radical novedad, que no es sino la enésima versión de la premisa historicista del nuevo comienzo. Predispuestos como estamos a distanciarnos de cualquier experiencia anterior, confundimos la dimensión de los sucesos con su naturaleza, echando mano otra vez de un implícito salto cualitativo, es decir, de ese burdo mecanismo con el que tantas ideologías a lo largo de los tiempos han hecho creer que lo que se ve no es en realidad lo que se ve, sino una cosa milagrosamente distinta.

Como bien observó Karl Popper, la carga mortífera del historicismo y de su principal criatura, la retórica del nuevo comienzo, radica en que, al hacernos creer que estamos en el inicio de algo, permite interpretar el sufrimiento como tributo y convertir a las víctimas en mártires. Pero también radica en que anula el sentido crítico, lo vuelve irrelevante, obligándonos a colocar el acento de la reflexión en cómo hacer frente a los desafíos, y no en analizar de qué desafíos se trata y por qué nos enfrentamos a ellos. Se alcanza así ese punto en el que gobiernos y ciudadanos parecen emprender una huida de su propia sombra, puesto que vuelven a cometer los errores ya cometidos, y convocan con otros nombres a fantasmas que ya fueron convocados, al precio de anegar de sangre regiones enteras del planeta.

Cuando el nuevo comienzo al que creemos asistir desde hace una década no sea más que otro dramático fracaso del historicismo, y menos preocupados por un futuro abstracto podamos concentrarnos modestamente en analizar qué es lo que hicimos mal en el pasado para poder así corregirlo, tal vez estemos en condiciones de tomar en consideración lo que hoy ignoramos con insensata frivolidad: que los más colosales acontecimientos no son nunca ni principio ni fin de nada, y que depende en gran medida de nuestra voluntad, de las opciones políticas que tomemos, el que el mundo se pueda ver libre de ellos por más o menos tiempo. Llegará sin duda el día en que el medio siglo transcurrido entre el bombardeo de Pearl Harbour y los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono se puedan resumir en pocas páginas, y es más que probable que el encargado de redactarlas se sorprenda entonces de nuestra ceguera, de cómo no supimos ver que los flecos no resueltos tras la Segunda Guerra Mundial acabarían deshaciendo la totalidad del tapiz.

El establecimiento del Estado de Israel en el territorio del mandato británico en Palestina parecerá justo a unos e inaceptable a otros. Lo que ni unos ni otros podrán negar es que la creación de un Estado como Israel, articulado en torno a la idea de que existe una nación milenaria definida fundamentalmente por un credo, marchaba en la dirección exactamente opuesta a la que emprendieron los Aliados en suelo europeo como medio para garantizar la paz. Sobrecogidos por las consecuencias de la reivindicación esencialista de la pureza que llevó a cabo el nazismo, capaz de masacrar a millones de judíos indefensos y de abrir una herida en la memoria de la humanidad que tardará siglos en cerrarse, impusieron a los alemanes una carta constitucional que hacía prevalecer la ciudadanía sobre las construcciones históricas del III Reich. Se sentaban así las bases del polvorín sobre el que hemos estado sentados durante 50 años, negando validez política al milenarismo en Europa, pero defendiendo paradójicamente su vigencia como fundamento de la existencia de Israel.

Decir, sin embargo, que el milenarismo es una de las causas del interminable conflicto de Oriente Próximo, lo mismo que lo fue de la Segunda Guerra Mundial, es a estas alturas decir bien poca cosa. Lo decisivo es que el milenarismo que estuvo en la base de la creación de Israel y del que Rabin quiso distanciarse hasta que fue asesinado, ha terminado provocando que, poco a poco, la resistencia al Estado judío se haya ido definiendo, por reflejo, más como musulmana que como árabe o palestina. Si se contemplan con ojos de hoy aquellos tiempos en los que Arafat reclamaba la creación de un Estado laico en el que cupiesen todas las confesiones, se observará que la importante penetración del islamismo en Cisjordania y Gaza obedece al fracaso político de la antigua opción, siempre impotente contra el muro de Israel y el apoyo cerrado que recibe de Estados Unidos.

Es así como se inició la espiral, cada vez más vasta y más acelerada, por el que un credo y un país han llegado a ser mortales enemigos. La lista de errores cometidos hasta alcanzar la insostenible situación de estos días -el colosal desafío, como dirán los historicistas- resulta abrumadora. Unas flamantes Naciones Unidas no sólo aprobaron en 1947 una resolución de partición de Palestina sobre la base de lo que hoy llamaríamos limpieza étnica -desplazando a la población judía de la zona musulmana y viceversa-, sino que a partir de entonces no han hecho más que cerrar los ojos a la expansión territorial de Israel. Por su parte, los sucesivos gobiernos americanos y europeos no han dejado nunca de plantear sus relaciones con el Estado judío como si se tratara de un régimen democrático obsesionado por su seguridad, cuando la realidad es que los mecanismos que emplea para garantizarla coinciden con los de las más brutales dictaduras, desacreditando así la idea de democracia ante millones de seres que se ven excluidos de sus ventajas por no compartir un concreto credo religioso. ¿Qué tiene de novedoso, de criatura de la nueva era, el hecho de que se afirmen como musulmanes quienes no tienen derecho a nada por la única razón de no ser judíos?

Si se amplía el campo de visión y se contemplan las decisiones políticas adoptadas durante las últimas décadas por quienes encarnamos Occidente, no ya en el Oriente Próximo, sino en la totalidad de ese vasto espacio que va del Atlántico al Golfo Pérsico, más que de lista de errores habría que hablar de abierta insensatez. Por la simple y cínica razón de haber creído que nos convenía en cada caso, hemos considerado como 'regímenes moderados' los de países sometidos a insoportables dictaduras, hemos apoyado la interrupción de procesos electorales en los que ganaban los islamistas, hemos considerado que Sadam Husein era de los nuestros por haber agredido a Irán, hemos confiado en los talibán sobre la base de que perjudicábamos a la Unión Soviética. ¿Hace falta recurrir al choque de civilizaciones para explicar lo que está pasando? ¿Acaso este odio no se explica por una simple acumulación de decisiones políticas equivocadas y moralmente inaceptables? ¿Estamos ante la guerra del siglo XXI o ante un descomunal atentado terrorista con capacidad, eso sí, para desencadenar una guerra como las de siempre?

Tras la conmoción provocada por la escalofriante dimensión de los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, el viento sopla a favor de los heraldos del historicismo. La tentación de ceder a su idea de que estamos ante una nueva era, ante un nuevo comienzo, puede resultar quizá irresistible cuando varios miles de inocentes yacen aún bajo los escombros. Hablar de la guerra del siglo XXI puede parecer incluso una descripción ajustada de lo que ya ha sucedido y de lo que, por desgracia, está a punto de suceder. Y, sin embargo, los tiempos que vivimos contienen menos novedad de la que imaginamos. Sus rasgos borrosos han podido confundirnos durante estos años, el gigantismo de sus procesos quizá haya logrado privarnos de perspectiva. No estamos, con todo, muy lejos del lugar en el que ya hemos estado, en el que ya estuvimos, por ejemplo, cuando el asesinato del Archiduque en Sarajevo: una situación prebélica generalizada, en la que una chispa puede encender un conflicto incontrolable.

Si finalmente se cumplen los peores pronósticos, si finalmente los tambores de guerra no están sonando en vano, el patético balance a que nos habrá conducido la locura de creer que nada tenemos en común con nuestros antecesores, que nuestra época no es como ninguna del pasado, nos hará entrar en razón. Entonces, y sólo entonces, haremos el mismo descubrimiento que la humanidad ha hecho tantas veces: desvanecidas las entelequias, lo único que queda es sufrimiento.

José María Ridao es diplomático.

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