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ESTRENO | 'Inteligencia Artificial'
Columna
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De la anticipación a la memoria

Por alguna extraña razón, en la lista de películas de Hollywood más o menos congeladas, tras la tragedia terrorista del 11-S, no figura esta A. I. de Spielberg. Nadie ha elevado la voz para alertarnos sobre la explícita referencia a 'un lugar muy peligroso, situado en el fin del mundo, una ciudad llamada Manhattan', ni al espectral escenario que ocupa la parte final del filme, y que no es otro que la isla neoyorquina con sus rascacielos y sus Torres Gemelas semihundidas en las aguas. Nadie ha dicho que el niño-robot, que busca al Hada Azul entre sobredosis de almíbar, acaba encontrándola no 'en un parque infantil' cualquiera, como reza la publicidad, sino en el mismísimo Coney Island sumergido... después de haber practicado el submarinismo, pasando por un Radio City Music Hall que duerme bajo las aguas.

La película tenía pocas probabilidades de ser un éxito de taquilla, porque pese a sus hallazgos visuales acaba por resultar un tedioso relato entre tétrico y ternurista, una mezcla de Babe en la ciudad y Marco vuelve a casa situado en un futuro demasiado gélido para resultar cercano. Pero después de la canallada del World Trade Center, pocos se aprestarán a ir a verla, sabiendo con lo que van a encontrarse.

Durante más de veinte años, Hollywood ha explotado el filón catastrofista hasta convertirlo en el género de nuestro tiempo por excelencia, como en otra era lo fue el western. Pero el cine del Oeste cantaba las gestas del nacimiento de una nación, mientras que el cine de hecatombes anticipa su destrucción, bien sea mediante desastres naturales como incendios, terremotos, maremotos, tornados o meteoritos; bien por obra de monstruosas criaturas como anacondas, dinosaurios o godzillas; bien por la invasión de extraterrestres o, lo más lacerante en estos momentos, por ataques terroristas de dimensión extraordinaria. La poderosa maquinaria de Hollywood ha impuesto sus productos en todo el mundo, y que tire la primera piedra quien esté libre de haber disfrutado con alguno de estos engendros, en general realizados con solvencia. Y ahora las películas catastrofistas se revuelven como un boomerang contra sus creadores, y enfrentan a la industria con un serio dilema. ¿Es lícito seguir jugando con la fantasía autodestructiva? ¿No hay algo intrínsecamente perverso en el hecho de pasarlo bien viendo destruidas, aunque sea por diversión (o precisamente por eso), las ciudades que amamos?

Y otra reflexión, ésta acerca de la malicia del espectador europeo: ¿habríamos gozado lo mismo si los filmes de entretenimiento que hasta ahora se cebaron en las ciudades norteamericanas nos hubieran mostrado Barcelona, Madrid, Londres o París reducidas a escombros? Nuestro propio imaginario, que también era víctima de la ilusión de invulnerabilidad estadounidense, ¿hubiera soportado ver en llamas la mil veces violada Europa?

La tenebrosa historia del niño-robot que quería ser de verdad para que lo quisiera la mujer a quien consideraba su madre y que acabó pidiéndoselo a una estatua kitsch del sumergido Coney Island, un hada digna de la imaginería de Olot pero con alas y varita mágica, contiene un horror y un amor que suenan a prefabricados después de la obra maestra Blade runner, que dijo la última palabra respecto a los sentimientos de las máquinas hechas a nuestra imagen y semejanza. La imagen de Manhattan anegado, como cualquier otra desgracia especulativa, hoy sólo puede atormentar nuestra dolorida y reciente memoria.

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