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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Pakistán, en el torbellino

El ataque terrorista contra Estados Unidos y el énfasis de Washington en considerar a Osama Bin Laden como el cerebro detrás de la hecatombe -'lo queremos vivo o muerto', en expresión de Bush- han colocado a Pakistán en el ojo del huracán. Pakistán no sólo comparte 1.400 kilómetros de frontera con Afganistán, donde se refugia Bin Laden, sino que es uno de los tres Gobiernos que reconoce a los talibán y sin duda el que mejor entiende los entresijos de un poder fanático que en buena medida ayudó a alumbrar, con ayuda de los servicios de espionaje de Estados Unidos y Arabia Saudí, tras la invasión soviética de Afganistán. Los datos de sus servicios de información sobre el régimen fundamentalista vecino son imprescindibles para cualquier acción militar como la que Washington planea.

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Estados Unidos ha exigido a Islamabad que se alinee inequívocamente con la coalición internacional de castigo que aglutina contra los autores del holocausto de Nueva York y Washington. El líder paquistaní, general Pervez Musharraf, ha accedido a regañadientes a secundar, sin precisar detalles, los todavía inconcretos planes de la Casa Blanca para intervenir militarmente contra la teocracia vecina. Como primer encargo, una misión paquistaní que ayer abandonó Afganistán ha tratado de convencer a sus dirigentes de que la única forma de evitar un desastre de dimensiones desconocidas es entregar a Bin Laden a Washington.

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Musharraf está entre la espada y la pared. En un Pakistán nominalmente prooccidental, que aloja a dos millones de refugiados afganos, a los que pueden sumarse varias decenas de miles en camino hacia su frontera, hay arraigados sentimientos populares de apoyo al fundamentalismo islámico y odio a EE UU, articulados por partidos influyentes. La fortaleza de estos grupos tiene ramificaciones en la cúspide de las Fuerzas Armadas y entre la oficialidad. En Karachi, la capital comercial, ya se han producido manifestaciones a favor de los talibán.

Si el presidente paquistaní apoya seriamente a Washington, facilitando su espacio aéreo y un eventual despliegue de tropas en su territorio, corre el riesgo de provocar un estallido interior en un inestable país musulmán de 140 millones de personas. Si no lo hace, se expone a que Washington, ya muy distanciado tras la decisión de Islamabad de desarrollar el arma atómica y el posterior golpe de Estado de Musharraf hace dos años, le coloque en el saco de sus enemigos, algo que Islamabad no puede permitirse.Con una deuda externa de 36.000 millones de dólares, Pakistán está al borde de la bancarrota y sobrevive básicamente gracias a las instituciones crediticias internacionales que Washington controla. Las autoridades paquistaníes, mayoritariamente prooccidentales y secularistas, han evitado en sus declaraciones públicas de apoyo a Bush referirse a las contrapartidas que pretenden. Entre ellas, la legitimación del régimen de Musharraf, una conveniente amnesia sobre las promesas del general de volver a un Gobierno civil el año próximo y el beneplácito del Fondo Monetario para suministrar oxígeno al depauperado país asiático.

Por su inestable situación, Pakistán puede ser una de las próximas víctimas de los expeditivos procedimientos del integrismo islámico. En su interés está apoyar a EE UU en lo que parecen inevitables acontecimientos venideros. Pero la Casa Blanca debe ser flexible y entender que no puede exigir fidelidades suicidas a un país empobrecido, solicitado por formidables fuerzas políticas y sociales de signos encontrados y situado en una encrucijada geográfica de alto voltaje. Por su condición de único superpoder planetario, a EE UU debe exigírsele en esta hora que la planificación y ejecución de su respuesta no provoque calamidades mayores en otras partes del mundo.

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