Que continúe el espectáculo
La abrumadora e intensa oferta cultural de Nueva York recupera poco a poco la normalidad
La ciudad de los estruendosos estrenos de Broadway, de los emblemáticos conciertos sinfónicos y de los mejores locales de jazz; la ciudad de las sofisticadas galerías de arte que imponen las tendencias en la escena internacional y de los museos de referencia; la ciudad que ha sido escaparate de todas las revueltas juveniles y de los estallidos más sonados de la música pop; la ciudad que ha servido tantas veces de inspiración al cine se ha visto obligada a reducir su intensa y frenética actividad cultural después del atentado del martes 11 de septiembre. Nueva York ha sido sacudida por el horror, pero, pese a todo, y como ha pedido su alcalde, Ruldolph Giuliani, el espectáculo debe continuar.
Aunque la herida más profunda tardará muchos años en curarse, Nueva York ha reaccionado con relativa rapidez, haciendo un esfuerzo considerable por restaurar el pulso cultural de la ciudad. El alcalde, Rudolph Giuliani, blanco en el pasado de innumerables críticas, pidió muy pronto a los ciudadanos que trataran de recuperar la normalidad, y en su alocución animaba a los neoyorquinos a que acudieran a los restaurantes y asistieran a los espectáculos y a actividades culturales.
A instancias de la alcaldía, después de haber cerrado sus puertas durante dos días, los museos volvían a la normalidad. La imagen que ofrecía la ciudad el martes tardará en borrarse de la memoria colectiva. Muchos pudieron presenciar en directo la tragedia. Hasta la medianoche, la isla quedaba completamente cerrada, todas las entradas y salidas selladas al tráfico normal. Ese día el éxodo había adoptado dos formas: dentro, los ejecutivos que ascendían por las avenidas hacia el norte, envueltos en un silencio antinatural, dejando atrás las ruinas humeantes del distrito financiero. Y hacia fuera, los ríos de gente que salían ordenadamente por los puentes, en dirección a los barrios vecinos, de Queens, Brooklyn y el Bronx, o por el larguísimo puente de Washington Bridge en dirección hacia Nueva Jersey. Siguieron dos días en que la ciudad resultaba irreconocible. Nueva York no era Nueva York, ni Broadway era Broadway. El distrito teatral había quedado inimaginablemente desierto. La borrachera de luces de Times Square, donde los anuncios se devoran unos a otros, giraban en torno a la noticia de la destrucción de uno de los símbolos de la ciudad.
Pero no era más que un fogonazo; en las calles aledañas, todo era un gigantesco escenario fantasmagórico: los teatros tenían el cierre echado, no había representaciones, se aplazaban los estrenos, los restaurantes estaban abandonados, y los turistas deambulaban por los vestíbulos de los hoteles, sin saber adónde ir. Nueva York era una ciudad varada.
Tambores y cornetas
Sin embargo, en diversos lugares, relativamente pronto, se empezaban a detectar signos de actividad. En el esfuerzo por volver a algo semejante a la normalidad, hubo una pequeña presencia española. La noche del miércoles, tan sólo un día y medio después de la tragedia, Salvador Távora, del grupo teatral La Cuadra, estrenaba su versión de Carmen. Sintomáticamente, la crítica destacaba al día siguiente el ominoso sentido que cobraba el lenguaje de tambores y cornetas desplegados en la escena. Pese a lo incalculable de las pérdidas, los cines estaban en su inmensa mayoría cerrados, aunque al acercarse el fin de semana, e impelidos por la necesidad de mantener en circulación la masa de capital, la publicidad volvía a la carga, tratando de captar espectadores. Resulta interesante que una de las películas por la que los neoyorquinos siguen mostrando curiosidad estos días sea la película de Alejandro Amenábar, Los otros, cuyo tratamiento clásico de un sentimiento tan elemental como el miedo resulta un incentivo para grandes sectores del público.
Lo que ha pasado en el sur de Manhattan ha sido motivo de una reflexión interesante acerca de ciertos mecanismos psicológicos muy profundos. El jueves, el suplemento de artes e ideas de The New York Times dedicaba la mayor y mejor parte de su espacio a que sus críticos más prestigiosos en la esfera del arte, la literatura, la música y el cine publicaran breves ensayos destinados a tratar de desvelar la naturaleza profunda de un enigma: los complejos mecanismos en virtud de los cuales el dolor se transforma en belleza, cómo el sufrimiento humano se convierte en el catalizador de algunas de las formas más elevadas de expresión artística. Presidía el número especial una enorme reproducción de un fragmento del Guernica, de Picasso. Ese mismo eje va guiando en muchos casos significativos la respuesta de algunos de los responsables de la vida cultural de Nueva York, que en estos días se disponía a iniciar la nueva temporada. Así, Kurt Massur, director de la Orquesta Sinfónica de la ciudad, decidió transformar el carácter del concierto inaugural de la temporada musical, que se celebrará en el Avery Fisher Hall del Lincoln Center el jueves que viene. El programa previsto será sustituido por el Réquiem alemán de Brahms. La tradicional cena de gala ha sido suprimida, y la ejecución musical tendrá lugar sin siquiera dar espacio a un descanso.
Los signos de vida han resurgido sobre todo en la mitad norte de la isla. Al sur de la calle 14, Manhattan resulta espectral. En Chelsea, las galerías de arte dan muestras de cierta actividad, pero el Soho está completamente abandonado. Y aquellos que terminan de trabajar, quieren dejar un recuerdo para las víctimas del extremo meridional de la ciudad. En el Ford Center for the Performing Arts, los escenógrafos del musical Calle 42 crearon una singular escultura lumínica: un simple juego de luces que ardió durante toda la noche en el escenario, después de que se hubiera ido el último espectador y el teatro se hubo quedado vacío. Es una luz que simboliza una esperanza inconcreta, como las que encendieron los ciudadanos por todas partes de la ciudad, a lo largo de la noche. En Nueva York, la ciudad con la oferta cultural más abrumadora del mundo, hay enormes grietas y huecos en todos los sectores de la industria, pero lo más llamativo es el sentido de civismo y la responsabilidad con que se trata de regresar hacia el pulso de la cotidianidad. Lo que se espera con más avidez en días venideros es volver a oír la voz de los escritores. Susan Sontag ha llamado a la paz y a la cordura, desde Europa; pero los escritores neoyorquinos, por ahora, como el resto de los ciudadanos, guardan silencio.
Poder de curación
Si uno consulta la cartelera de espectáculos de Nueva York para el fin de semana, y finge no oír el incesante ruido de sirenas que van y vienen de la punta sur de Manhattan, podría pensar que todo sigue como antes. No es exactamente así, pero casi. El popular quiosco de venta de entradas a mitad de precio para los residentes de Downtown, ubicado en el World Trade Center, dejó de existir el martes. Pero, desde el viernes, la entidad que lo lleva, The Theater Development Fund, dispuso un quiosco en Duffy Square, y las colas de gente ansiosa por ver los costosos espectáculos de Broadway por una cantidad más a tono con su presupuesto estaban tan atestadas como en un día cualquiera. Algo no muy diferente sucedió en el Metropolitan Museum, en las cercanías de Central Park. El director dudaba si abrir sus puertas, pero, el mismo miércoles, la concejalía de Cultura le transmitía un mensaje del alcalde: 'Los ciudadanos necesitan la cultura y el arte no tanto como siempre, sino probablemente más'. Cuando se efectuó el cómputo de visitantes, a mitad del día habían acudido al museo más de ocho mil personas; es decir, más de lo habitual para estas fechas. Con idéntico ánimo, Joseph Volpe, director de la Ópera del Met, anunciaba la celebración de una representación especial el próximo día 20, fecha que marca el inicio de la temporada. En la función se representarán fragmentos de tres óperas de Verdi, y entre los intérpretes de mayor relieve figura Plácido Domingo. En un comunicado, Volpe afirmaba: 'En momentos así, el poder de curación de la música cobra plenamente su significado. Es algo absolutamente necesario para seguir adelante'. Con su mezcla de derroche, calidad variable y profesionalidad, gracias a un esfuerzo conjunto de las autoridades municipales y la industria teatral, la casi totalidad de los 23 espectáculos que se suponía que debían funcionar simultáneamente en Broadway volvían a abrir para el público. La respuesta era irregular, debido a la intensidad de las emociones que afectaban tanto a los miembros de la audiencia como a los actores.
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