¿Estamos en guerra?
Es plenamente legítimo que Bush califique los atentados terroristas contra las Torres Gemelas y el Pentágono de actos de guerra, con el fin de poder apelar al artículo 5 del Tratado de Washington y movilizar de esa manera a la OTAN y a todos sus aliados periféricos en la respuesta que le pide el pueblo norteamericano y que está preparando. Pero eso no nos autoriza a ocultar, y menos a confundir, la naturaleza de las agresiones terroristas del pasado martes, que son específicamente terroristas, ni menos aún a declararnos en estado de guerra. Pues tanto la condición genérica de la acción ejercitada por los agresores como sus modalidades corresponden a las prácticas terroristas de la segunda mitad del siglo XX, para cuya calificación y análisis disponemos de una amplísima bibliografía de más de tres mil textos. Apoyados en ellos recordemos que el secuestro de aviones es uno de sus procedimientos más antiguos y habituales (Alona Evans, 1973, y Juliet Lodge, 1981); que la mediatización de sus intervenciones es uno de sus propósitos fundamentales (Philip Schlesinger y Graham Murdock, 1983); que el terrorismo no mafioso ha utilizado desde siempre los ataques suicidas (David Rappoport, 1971); que su dimensión internacional se ha impuesto de manera global (J. Bowyer Bell, 1975; Yonar Alexander, 1976, y Walter Laquer, 1977); que el adoctrinamiento ideológico es determinante para fidelizar a sus actores (Claire Sterling, 1981); que la trama financiera y la eficacia tecnológica de su estructura logística son decisivas para el éxito de sus intervenciones (Alan Buckley y Daniel Olson, 1980); que su capacidad de contagio y la mimetización de sus comportamientos son difícilmente evitables (Manus Midlarsky y Martha Crenshaw, 1980). Características todas ellas que concurren en la monstruosa operación de esta semana, que ha alcanzado una perfección y espectacularidad que no habían logrado sus predecesoras, pero que no alteran su naturaleza terrorista, sino, al contrario, la convierten en paradigmática. No estamos, pues, en guerra, sino en uno de los momentos álgidos del terrorismo, y pretender incluirlo entre las acciones propiamente bélicas sólo contribuye a aumentar la confusión mediática, por lo que ni es posible incorporarla al patrimonio guerrero, ni corresponde a las guerras históricas o a las actuales, ni tiene nada que ver con los conflictos bélicos locales e internacionales y, sobre todo, carece totalmente de sentido pretender hacerle frente con los medios clásicos de los enfrentamientos militares. Las respuestas que hay que oponerle tienen que situarse en el espacio geopolítico, económico y social en el que el terrorismo interviene e integrar aquellos parámetros que sean antónimos de las características propias de su ejercicio actual. Comenzando por determinar con precisión sus principales soportes individuales y colectivos. Por ello, no sólo es falso analíticamente, sino muy peligroso políticamente designar como actor principal de los últimos atentados a una pretendida internacional islámica. Porque los responsables de esa barbarie no son los más de mil millones de personas de obediencia islámica o alguna de las organizaciones internacionales de vocación pública que los representa total o parcialmente. Pretender constituirlos en nuestros 'enemigos' sería un trágico error que nos enfrentaría dentro de nuestros propios países -cerca de cuatro millones en Estados Unidos, más de dos millones en Francia- con minorías que reivindican su diferencia, pero aspiran a vivir en armonía con nosotros. Nuestros 'enemigos' son los grupos terroristas que sabemos que montan las campañas de odio, que impulsan y organizan la destrucción indiscriminada y que tienen nombres propios: Redes Ben Laden, Grupo Hamás, Colectivos de la Yihad Islámica, etcétera. Contra ellos hemos de concentrar nuestros esfuerzos, extendiéndolos a aquellos núcleos y sectores de determinados países islámicos y árabes con los que sabemos que tienen una complicidad efectiva. Pero evitando inducir la creación de una unión sagrada de la comunidad islámica o de la nación árabe con los países del Sur. Hay que aprovechar, al contrario, la inmensa ola de solidaridad mundial con las víctimas de Nueva York y Washington para recomponer el maltrecho concierto mundial. La dolorosa experiencia de estos días debería poner fin a la utopía tecnológico-militar de los Estados Unidos -escudo antimisiles incluido- y sacar a Bush de su autosatisfecho aislacionismo. Hemos de poner en marcha un ambicioso proyecto que reinstale desde abajo, a todos los niveles y en todos los contextos, los valores de paz, tolerancia y convivencia. Hay, además, que seguir deslegitimando la violencia política, hoy felizmente en retirada. Esa impugnación de la violencia ha de predicarse con el ejemplo, denunciando la práctica del terrorismo de Estado y obligando a los países que la ejercen -el Israel de Sharon- a renunciar a ella. Al igual que imponiendo a los Estados que financian la formación de los jóvenes en el odio de religiones y pueblos -Arabia Saudí, Siria, Irak, Libia, etcétera- a cesar en su actividad. El pensamiento liberal-conservador, al que la crisis económica está ya llevando a revisar sus esperanzas en el automatismo liberador del mercado, debería también reconsiderar sus propuestas de 'gobernanza' mundial para preparar con quienes trabajamos por otra mundialización la posibilidad de construir un orden global más justo y solidario, que cuente con una estructura efectiva de gobierno democrático mundial.
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