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Tribuna
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Yo no soy el enemigo

El horror es indecible. Como todo estadounidense, estoy paralizada por la carnicería que se ve en las noticias, en nuestras calles. Me estalla la cabeza pensando en el dolor que asuela a miles de familias cuyos seres queridos murieron o resultaron heridos el martes. Cuando cierro los ojos, veo los cuerpos cayendo desde las ventanas de los rascacielos.

Conforme iba avanzando el ataque, me entró el pánico, y corrí por lo que hasta ese momento había considerado un tranquilo vecindario de las afueras, para encontrar a mi hijo y a su niñera, que jugaban, como es habitual, en un parque cercano. Rogué que mi esposo, que estaba trabajando en un importante edificio de Washington, volviese a casa. Con las líneas de teléfono funcionando de manera intermitente, estaba segura de que esto no se había terminado.

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Como todo estadounidense, tengo miedo. Me pregunto qué significa esto para nosotros. Me pregunto si ya ha acabado todo o cuándo y dónde tendrá lugar el próximo ataque. Es la primera vez que he sentido el tipo de miedo que imagino que sentirá la gente de otros países cuando están en guerra.

Como todo estadounidense, estoy indignada. Y quiero justicia. Pero quizá, a diferencia de muchos otros estadounidenses, siento también algo más. Un tipo de miedo diferente. Siento lo que mis seis millones de conciudadanos musulmanes están sintiendo: el temor de que nosotros seamos también considerados culpables a los ojos de Estados Unidos si resulta que los locos que están detrás de este ataque terrorista eran musulmanes.

Siento como si de repente me hubiese convertido en enemigo de dos grupos: aquellos que desean herir a Estados Unidos y aquellos estadounidenses que desean devolver el golpe. Es estar en una encrucijada aterradora. En el pasado, cuando unos musulmanes aislados cometían actos de terrorismo -o erróneamente se daba por hecho que eran culpables, como en la ciudad de Oklahoma- abundaban los ataques de odio contra los musulmanes estadounidenses que parecían de esa parte del mundo, contra las mezquitas estadounidenses, contra niños estadounidenses en colegios musulmanes que rezaban por el mismo Dios amante de la paz que los judíos y los cristianos.

Ahora no sólo temo, como tememos todos, por nuestra seguridad como estadounidenses. También temo por la seguridad de mis cuñadas, que llevan velos en público, y les imploro que no caminen solas por las calles de nuestra ciudad. Temo por mi hermano, un abogado de derechos civiles que defiende a los musulmanes en importantes juicios por discriminación. Temo oír decir abiertamente a la gente que la sangre musulmana no vale nada y merece ser derramada, como oía cuando estaba en la universidad durante la guerra del Golfo. Temo que mi hijo no comprenda por qué los extraños no le sonríen como solían hacerlo. Temo que se nos deshumanice a causa del color de nuestra piel, de nuestros rasgos o nuestra vestimenta. Me duele el corazón cada vez que llama un pariente o un amigo, con la CNN a todo volumen de fondo, y tristemente me recuerda: 'Todo se ha acabado ahora para nosotros. Los musulmanes están acabados'.

Me animó brevemente oír al escritor Tom Clancy, entrevistado en la CNN, explicando que el islam es una religión pacífica y que como estadounidenses no debemos perder nuestros ideales de tolerancia religiosa, porque lo que realmente refleja quiénes somos es la forma de comportarse de nuestro país cuando está herido.

Con todo, temo que los estadounidenses vean las imágenes de unas cuantas personas mal aconsejadas y profundamente heridas del extranjero celebrando el dolor que Estados Unidos siente en este momento, y supongan que yo también debo compartir el sentimiento antiamericano, que yo, o mi familia, o mi comunidad, o mi religión, podríamos ser parte del problema. De hecho, todas las grandes organizaciones musulmanas de Estados Unidos han censurado esta violencia cometida contra todos nosotros. De hecho, el islam prohíbe esos actos de violencia. De hecho, sé que los musulmanes se estremecen ahora ante la idea de que nuestra fe se haya usado en nombre de programas políticos, que se haya abusado de ella.

Y aunque yo, como otros estadounidenses, quiero que lleven a los terroristas ante la justicia, tiemblo al pensar en las vidas inocentes que quizá se pierdan innecesariamente en el extranjero en ese intento. Hijos como los nuestros. Madres como nosotras.

Cada vez que oigo hablar de un acto terrorista, rezo dos oraciones. La primera por las víctimas y su familia. La segunda es, por favor, que no sea musulmán. Porque, a diferencia de lo que sucede cuando un acto terrorista es cometido por un judío o por un cristiano, cuando es un musulmán no lo consideran un acto aislado perpetrado por un grupo aislado de locos. Se caracteriza a toda la fe de bárbara e inhumana. Y, conciudadanos estadounidenses, me presento ante vosotros, tan rota como vosotros, para deciros que no es así. Que no somos así. Que los musulmanes queremos a nuestro país tanto como vosotros, y que estamos sangrando y sufriendo a vuestro lado.

Reshma Memon Yaqub es periodista estadounidense.

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