El 'Tampa': una trampa estival
Creo que siempre ha resultado lírico otear el mar. La curvatura de la línea del horizonte desde la distancia de la costa, el sentirse mecida al son de las olas marinas, propicia cualquier evocación poética. El mar es, quizá, ese elemento al que nuestro pensamiento evoca desde la distancia porque representa a la vez sosiego y bravura; reducto de nuestras melancolías y de nuestros miedos. Sin embargo, nuestro mar: el mismo que estimula la evocación poética, el mismo que nos refresca en estos días de caluroso verano, se ha convertido en una especie de rudimentaria cinta transportadora de miles de personas, ansiosas por llegar a una costa prometida y cuyo coste puede ser incalculable en tanto que vital. De hecho, durante todo el verano y desde nuestras hamacas estivales nos convertimos en testigos cotidianos de la muerte ajena y preferimos que nuestra poética mirada al frente tropiece con los titulares de prensa relativos a las pateras antes que visualizarlas en nuestra línea de horizonte. Parece como si el que nos cuenten lo que ocurre nos impermeabilice ante lo que realmente ocurre. Sufrimos, tristemente, el impulso de girar nuestra mirada tierra adentro, eludiendo así la realidad más inmediata.
De hecho, un día como hoy, un día cualquiera de verano en el que muchos de nosotros estamos disfrutando del mar -en la realidad o desde el pensamiento-, ante un titular como el del Tampa -ese barco indeseado, convertido ya en una especie de gran patera mundial- padecemos un retortijón espiritual porque tal vez casi todos somos, con nuestra actitud, un poco australianos.
Se acabó la poesía que encerraba la mirada al mar, así como la dignidad de la mirada al frente, y, cabizbajos, desde Occidente y desde la orilla 'desarrollada' nos ahogamos ante la ausencia de las soluciones globales que deberían ofrecer nuestros gobiernos particulares.
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