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Europa y América Latina

La reciente visita del primer ministro británico, Tony Blair, a varios países latinoamericanos, así como la anunciada del canciller alemán, Gerhard Schroeder, son buen pretexto para considerar algunos aspectos de nuestra relación con Europa.

En su admirable libro Europa en el alba del milenio, el eurodiputado socialista español Enrique Barón comparaba la construcción de Europa a la de ese emblema de la civilización europea: la catedral. Los mexicanos lo sabemos. Construir una catedral toma a veces siglos. La nuestra, en el Zócalo de la ciudad de México, se inició en 1573 y terminó en 1813. Las construcciones políticas, asimismo, pueden tardar y la de Europa viene gestándose desde la caída del imperio romano. La pérdida de la unidad romana pulverizó a Europa y la fugaz unidad política del mundo carolingio no pudo imponerse a la verdadera unidad medieval, que fue la del cristianismo. Pero de las luchas entre el poder temporal -Enrique IV y Felipe el Hermoso- y el poder espiritual -Gregorio VII, Bonifacio VIII- nació la democracia europea. El occidente se libró de la fatalidad que ha marcado a Todas las Rusias, la autocracia, cesaropapista, la confusión de las esferas temporal y espiritual que se prolongó, a partir de Lenin, en la confusión del Partido y el Estado.

El conflicto de 'las dos espadas' en Europa permitió, en cambio, la creación de jurisdicciones nacionales, la sujeción de todos los actores políticos a una ley nacional. A través de la legalidad de Estado y Nación, Europa pudo estructurar el derecho internacional. Hace cinco siglos, el mundo sufrió una expansión tan gigantesca -lo plano se volvió redondo y el sol corrió a la tierra de un centro ilusorio- que al mismo tiempo exigió, a fin de ser comprensible, su unificación. El siglo XVI europeo protagonizó la primera globalización y los problemas de aquélla no son disimilares de los de ésta, la nuestra en el siglo XXI.

Lo que Europa intentó con la primera globalización fue lo mismo que hoy requiere la mundialización tan explosivamente combatida en las calles de Seattle, Praga y Génova: una nueva legalidad para una nueva realidad. La Europa renacentista inventó el 'derecho de gentes', las normas de la convivencia internacional definidas por el holandés Hugo Grocio pero llevadas a su más alto signo por los españoles Francisco de Vitoria y Francisco Suárez. Más allá del trato entre naciones 'civilizadas', Vitoria y Suárez consagraron el derecho de los pueblos aborígenes, el trato con los hombres y las mujeres de las colonias.

Es el momento en que Europa y América, sobre todo España e Hispanoamérica, unen sus destinos en la política y el derecho. Vitoria les da a los indios la misma calidad de sujetos de derecho que a los habitantes de Sevilla y funda el derecho internacional en la universalidad de los derechos humanos. Es el argumento, hoy, del juez Baltasar Garzón contra Pinochet y todos los espadones que se creían impunes. Los abundantes males de la colonización nunca lograron opacar la bondad jurídica de un sistema, el ius gentium, que, burlado mil veces, mantuvo un margen de humanidad y legalidad que aún invocan muchos pueblos indígenas de las Américas.

La Independencia hispanoamericana, al perder la conexión europea, nos convirtió, demasiadas veces, en víctimas del nuevo poder hegemónico del continente, los Estados Unidos de América. La reaparición, con el presidente George W. Bush, de los más siniestros personeros del imperialismo pasado -Richard Perle, Otto Reich, Eliott Abrams- vuelve imperiosa la necesidad de diversificar relaciones, apoyos, oportunidades. ¿Dónde, con quién, más natural que con lo más parecido a Europa fuera de Europa: la América Latina?

Sabemos mucho, los latinoamericanos, de fatalidades geográficas. Seríamos más que remisos, cobardes, si nos doblegásemos ante ellas. Con los norteamericanos hay que convivir, pero para convivir hay que negociar, con habilidad y con dignidad. Con los europeos, sin litigios y tensiones fatales, tenemos la oportunidad de colaborar y de aprender a un nivel más sano. Debemos mirar hacia Europa porque los modelos económicos prevalentes allí son superiores al modelo supuestamente universal que está encajonando a Latinoamérica. Europa nos dice que la sabiduría capitalista no se agota en los modelos de goteo desde la cima -la economía vudú denunciada en su momento por el mismísimo Bush padre-. El capitalismo salvaje ya lo practicamos en Latinoamérica durante el siglo XIX. Sabemos que concentra la riqueza en la cima, pero no la hace llegar a la base.

Tampoco incrementa la productividad desde la base. Para ello, requerimos un modelo más cercano al de la Europa comunitaria, que incluye un capítulo social, participación obrera, negociación colectiva y la convicción de que sin una estrecha relación entre empleo, salario y productividad, una comunidad se vuelve injusta y, a la postre, se empobrece. América Latina requiere un equilibrio entre el sector público y el sector privado. Sólo lo puede favorecer el tercer sector, la sociedad civil y sus organizaciones. Otra vez, Europa nos da la alternativa a los modelos angostos y egoístas del friedmanismo. Europa debe ser para nosostros fuente de diversificación, advertencia antidogmática de que el mercado no es fin en sí mismo, sino medio para alcanzar fines sociales e individuales de bienestar. Porque si el mercado es enemigo de los pueblos, advierte el primer ministro francés, Lionel Jospin, los pueblos serán enemigos del mercado.

Somos herederos de lo mejor de Europa. Somos lo mejor de Europa proyectado fuera de Europa. 'La civilización europea', advierte mi amigo el ex primer ministro de Italia, Massimo d'Alema, 'ha producido un mundo político fundado en Estados nacionales, instituciones, partidos, reglas. Y un mundo moral hecho de cultura, artes, inteligencia, talentos. Su mezcla ha hecho a Europa única y le ha permitido renacer incluso con heridas profundas -dos guerras fratricidas y la tragedia del Holocausto- que le han marcado el alma...'.

Ésta, la Europa descrita por D'Alema, es nuestra Europa. Por ello, nos hiere en carne propia una Europa que se niega a sí misma cuando cae en los precipicios de la xenofobia, el chovinismo, el racismo, el antisemitismo, el antiarabismo, el fanatismo religioso, el nacionalismo fascista y, más que nada, la estigmatización del trabajador migratorio, sobre todo el de origen latinoamericano.

Pues, ¿qué hace un trabajador de la América Latina en Europa sino dar mucho sin quitar nada? ¿Qué hace sino devolverle a la antigua Europa imperial una conquista que América no pidió, de la cual sufrió y de la cual, al cabo, también se benefició?

Esa Latinoamérica conquistada le devuelve ahora a Europa trabajo, cultura, potencia humana para una demografía envejecida. Le devuelve lo mismo que Europa le dio a la América Latina. Mestizaje. Encuentro de razas y culturas.

Socios del mundo globalizado, Europa y la América Latina deben dar el ejemplo: No basta la libertad de movimiento para los capitales y las mercancías. La globalización no merecerá su nombre hasta que incluya el libre tránsito de las personas, el trabajo compartido, sin fronteras, que beneficia en igual medida a quien lo otorga y a quien lo acepta.

Queremos, como ha escrito Jacques Derrida, recordar que Europa es lo que se ha prometido en nombre de Europa: lo mejor de Europa. Pero ello implica que Europa someta a derecho los malos humores nacidos de las ruinas de la guerra fría y, por otro, que se abra más a lo que no es Europa, hacia el mundo que no quiere ver en Europa resabios coloniales o fascistas, sino la responsabilidad compartida de la cooperación económica, el intercambio cultural y la creación de un orden jurídico para el nuevo milenio.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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