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Columna
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Una colección arracimada

A partir de las obras acometidas para reformar las infraestructuras del Bellas Artes de Bilbao, el espacio habitual que daba cobijo a su colección permanente se redujo considerablemente. Para paliar ese contratiempo para los visitantes -en especial aquellos que llegan al rebufo del Guggenheim-, los responsables de la pinacoteca han improvisado una muestra bajo el título Historia de una colección, con un centenar de obras de la llamada colección permanente. Son 79 óleos y cinco esculturas.

Están alineadas y dispuestas según el orden de ingreso en lo que se conoce comúnmente por patrimonio museal. Patrimonio gestado conforme a dos iniciativas: la primera como Museo de Bellas Artes (1914) y la segunda como Museo de Arte Contemporáneo (1924). Desde esas fechas, el museo fue recibiendo numerosas donaciones de varias familias vizcaínas (las de Laureano de Jado, José Palacio, Ramón de la Sota y Aburto, Lorenzo Hurtado de Saracho, entre otras). Se debe añadir a esto lo aportado por las instituciones públicas, Ayuntamiento de Bilbao, Diputación de Vizcaya y Gobierno vasco, y las adquisiciones del propio museo.

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La mayoría de las obras, reunidas en torno a un único y amplio espacio, son de altísima calidad plástica. Basta citar unas pocas como botón de muestra: Festín burlesco de Jan Mandijn; Doña Juana, princesa de Portugal, de Alonso Sánchez Coello; Retrato de doña María de Médici, de Frans Pourbus; La Virgen con el Niño Jesús y San Juan, de Zurbarán; Paisaje con palacio o capricho arquitectónico con un palacio, de Bernardo Bellotto; Vista del Arenal de Bilbao, de Luis Paret y Alcázar; los dos retratos de Goya (Moratín y Zapater); Lavanderas de Arlés, de Paul Gauguin; Mujeres de la vida, de Solana; Puente de Burceña, de Arteta, El cazador, de Óscar Domínguez o las esculturas Vacíos en cadena, de Oteiza, y La casa del poeta, de Chillida.

Si bien el cúmulo de obras mostradas -más otras muchas que no han entrado en la exposición por falta de espacio- raya a gran altura, creemos que la manera de presentarlas no es la adecuada y mucho menos conveniente. En primer lugar, porque se ha fijado una altura igual para todas las obras a partir del cuadro más pequeño. Podía ser que hubieran colocado la obra de Eduardo Zamacois, La visita inoportuna, que mide 23 x 29,5 cm., a la altura de los ojos de una persona media, para que el resto de las obras tengan que someterse al horizonte visual que marca esa obra. De ese modo, los cuadros de grandes dimensiones -tal el caso del San Lesmes, de Murillo, que tiene una altura de 243,5 centímetros, por citar un ejemplo-, nos vemos obligados a mirarlos como se mira a un grupo de platillos volantes con mucha prisa.

Más todavía, por estar pegadas unas obras con otras, codo con codo, por así decirlo, sin espacio alguno entre ellas, el guirigay visual que se crea es enorme. Al final, el espectador se encuentra confuso, ve en aquella puesta en escena un tono de almoneda.

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Acostumbrado a que cada obra sea dueña de un espacio determinado, donde no existe interferencia alguna entre su mirada y lo que es mirado, acaba por no entender nada de cuanto le proponen. Lo extraño es que la propuesta venga de la mano de un museo, que se supone es el que debe cuidar que las obras tengan su espacio y lugar apropiados.

¿No hubiera sido más conveniente dejar de mostrar las obras de la colección permanente hasta tanto no acabaran los trabajos de reforma, a que se enseñen de manera un tanto caótica y por demás atrabiliaria? Las obras de arte de verdadera talla no encajan demasiado bien cuando se las mete en la vorágine embarullada de los supermercados.

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