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Columna
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Justicia secreta

Es normal el deseo de borrar, robar y destruir pruebas, incluso sumarios enteros, para salir indemne de una investigación judicial y burlar la ley, aunque los sumarios sean quince, en tres juzgados, 50.000 folios y decenas de tomos enormes. Lo verdaderamente excepcional es el silencio de los jueces y fiscales de Marbella ante la desaparición de documentos en los juzgados a su cargo, miles de papeles que atañen siempre al alcalde Gil: descubrieron la desaparición el lunes 23 de julio y callaron hasta el jueves 9 de agosto, 18 días de silencio para 50.000 folios, un silencio de 50.000 folios y 18 días.

El mismo jueves 9 de agosto los periódicos anunciaron el asalto a la colección Koplowitz de obras de arte. Los ladrones artísticos eligieron bien su botín (cuadros de Brueghel, Goya, Pisarro, Gris y Anglada Camarasa) y despreciaron a ciertos pintores: como si hubieran leído los escritos sobre pintura del gran Gabriel Ferrater, no quisieron, por ejemplo, robar un óleo de Joaquín Mir, a quien Ferrater juzgó autor de absurdas telas decorativas, una especie de seudo-impresionista. Imagino el dolor de los pintores despreciados, si vivieran o pudieran leer u oír las noticias desde sus tumbas. Imagino el dolor de los reos que ahora estarán pensando: ¿no podrían haber robado mi sumario, aunque fuera por equivocación? Los reos que no se llaman Gil tienen la garantía de que sus sumarios serán custodiados con el encarnizamiento de la indiferencia absoluta: nadie se preocupará nunca de borrar o robar las pruebas que los llevarán a la cárcel.

Los ladrones de las obras de Goya conocían la mansión Koplowitz y la historia crítica de la pintura universal. Poseían tan excelente información y buen gusto como los ladrones de las obras de Gil en los juzgados de Marbella, que quizá contaron con que no funcionaban, desde mayo, las cámaras de vídeo que vigilaban la casa de la justicia. Se apagaron las cámaras, pero nadie avisó a la policía, como nadie avisó, durante dos semanas y media, de la desaparición de los sumarios. ¿Se trata de un caso de polvorienta pereza burocrática? Parece, más bien, un caso de diligencia exhaustiva, fantástica: no debe de ser fácil llevarse 50.000 folios de tres juzgados diferentes.

Los casos de Gil merecerían figurar en una antología de títulos de novelas negras: el caso de las camisetas rojiblancas, el caso del jinete y los caballos, el caso Belmonsa y, por fin, el caso de la estatua rusa, donde la clave está en un personaje llamado Tseretelli, escultor, y en un pacto entre los ayuntamientos de Marbella y Moscú que quizá sea una falsificación. Son palabras fabulosas, novelescas, pero ocultan una terrible vulgaridad, siempre el mismo caso abundantemente repetido: el deseo de liquidar testimonios y documentos aplastantes. Lo único que sigue pareciéndome excepcional es el hondo silencio de los juzgados de Marbella: un monumento de silencio, de prudencia, o de vergüenza, quién sabe; quizá fuera un silencio dedicado a la meditación, la purificación y la investigación interna, sigilosa, incluso a espaldas de la policía. Pensemos bien de nuestro sistema judicial.

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