La ermita del arte vivo
Estampas y postales
El padre Alfons Roig descubrió el arte a través de la liturgia, acaso en una virgen de Giotto o cualquier catástrofe bíblica estampadas en un devocionario. Este impacto primario, que sólo apuntaba a potenciar su éxtasis religioso, sin embargo terminaría por ser decisivo para muchos artistas valencianos. Pero entonces él sólo era un cura de Bétera recién ordenado que había sido destinado al último lugar del mundo, que para el caso se llamaba Pinet y estaba en el norte de La Vall d'Albaida. Todavía no había viajado a París, ni siquiera a Roma o a Stuttgart, pero a cambio había conocido a Nicasio Rius, un descendiente de la familia que había construido la ermita de Llutxent en el siglo XVIII, quien como prueba de su buena relación le dejaría a su muerte el santuario en herencia.
Después de la guerra, Eugeni d'Ors, máximo capitoste de Jefatura Nacional de Bellas Artes, había creado la asignatura de arte sacro, lo que le permitió al padre Roig, que lo había conocido en la Abadía de Montserrat, la posibilidad de dejar la parroquia San Juan de Ribera en Valencia para impartir clases en la Escuela Superior de Bellas Artes de Valencia y en el Seminario Diocesano de Moncada. El arte purificaba aún más su espíritu, pero entonces sería tentado por el demonio bajo las formas perversas de Picasso y Julio González. Fue con motivo de un viaje a París en 1954, en el que el crítico de arte Jacques Lassaigne le abrió la puerta del arte abstracto. Entonces París se debatía entre el arte abstracto y el figurativo en medio de una agitación muy convulsiva, y este cura dócil fue seducido por el arte vivo.
Por si no sucumbía a la tentación, el diablo le mandó a Nina Kandinsky, la viuda del acuarelista abstracto ruso Vassily Kandinsky, muerto diez años antes en Neully-Sur-Seine. La personalidad de Nina, que se había convertido en una activista del arte a través del Premio Kandinsky y que preparaba unos pequeños pasteles rusos muy sabrosos, cautivó de forma irrecuperable a este hombre de la Iglesia, que con apenas siete años estaba sometido a la disciplina de la escolanía del Convento de Franciscanos de Agres.
Entonces ya sólo le faltaba perfumarse con el aroma ecuménico de Taizé. Desde que recibió ese impacto, en sus clases de arte sacro se explicó el arte vivo que recorría las galerías de Europa. Por ese agujero hacia la modernidad excavado en la misma cáscara del clero, se coló el arte contemporáneo en Valencia, lo que sirvió para que algunos de sus alumnos, que se llamaban Eusebio Sempere, Tomás Llorens o Artur Heras lo asumieran y propagaran entre sus amigos y conocidos de un modo determinante para la creación plástica valenciana.
En ese momento la ermita de Llutxent se convirtió en un lugar de peregrinaje del mundo del arte y de la cultura durante los fines de semana. Bajo la luz filtrada por las vidrieras de Alfred Manessier, se sucedieron las visitas de Joan Fuster, José Luis López Aranguren, Andreu Alfaro, Ouka Lele o Vicent Andrés Estellés. Sobre la larga mesa rectangular de la cocina confluyeron los pasteles y el arte, una combinación que el arzobispo Marcelino Olaechea consideraba pecado mortal, y que Alfons Roig confundía como una misma causa desde que la viuda de Kandinsky se lo había demostrado. El padre Roig murió comiendo Toblerone e intuyendo desde su ceguera a Julio González en el cactus de esta ermita impregnada de su santidad, cuyas esencias mantiene muy vivas Eusebi Moreno, quien fuera su hombre de confianza.
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