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Hacia un modelo castizo de ayuda al desarrollo

'Malos tiempos para lírica', cantaba el grupo gallego Golpes Bajos a comienzos de los ochenta; 'malos tiempos para la cooperación española', digo yo cuatro lustros más tarde. Cuando a lo largo de la pasada legislatura parecía orientarse la política de ayuda hacia una cierta modernización, guiada por la voluntad de mejorar sus niveles técnicos y aproximar sus contenidos a lo que los donantes llaman 'buenas prácticas' internacionales, un cambio de rumbo promovido por sus actuales responsables parece destinado a demoler parte de lo conseguido en el pasado, alejando a nuestro sistema de cooperación de aquellos criterios sobre los que se erige el consenso internacional. Un consenso que, en esencia, viene definido por dos principios básicos: la pobreza extrema constituye una manifiesta negación de los derechos humanos, un atentado contra la dignidad de las personas y un factor promotor de inestabilidad y riesgo en el orden internacional; en consecuencia, por compromiso moral y por exigencia práctica, la comunidad internacional debe sentirse comprometida en un esfuerzo conjunto por vencer la pobreza, incrementando la ayuda al desarrollo y dirigiendo sus recursos más central y selectivamente hacia los países más pobres.

Este último propósito no sólo parece acorde con la intención redistributiva que debe animar las acciones de cooperación al desarrollo (dar más al que menos tiene), sino también es conforme con las recomendaciones que se desprenden de los estudios que evalúan su eficacia. En estos estudios se constata que la incidencia de la ayuda en términos de reducción de la pobreza suele ser mayor en los países de más bajo nivel de desarrollo; al tiempo que es en esos mismos países donde más imprescindibles resultan estos fondos, dada su limitada capacidad para acceder a fuentes alternativas de financiación internacional. Un reciente informe del Banco Mundial -titulado Assessing Aid- documenta empíricamente este juicio: la capacidad de la ayuda para reducir la pobreza se triplicaría si los recursos se destinasen más centralmente hacia los países más pobres en los que existe un marco institucional y de políticas aceptable.

La necesidad de aplicar un criterio más estricto de pobreza en la asignación de la ayuda está presente, con notable unanimidad, en las recomendaciones de los organismos internacionales, como el Banco Mundial y el PNUD, en los documentos doctrinales del Comité de Ayuda al Desarrollo de la OCDE y en buena parte de las formulaciones estratégicas de los donantes más comprometidos. La unanimidad en materia de doctrina no alcanza, sin embargo, a la cooperación gubernamental española, que parece refractaria a esta orientación política. El resultado es bien elocuente: España constituye el país de la OCDE que menos ayuda dedica, en términos relativos, a los países más pobres, los llamados PMA. La cuota de ayuda que España asigna a estos países, equivalente al 0,02% del PNB, es un tercio de la que dedican, como media, los países de la Unión Europea y es casi ocho veces inferior a la que se determinó en la Conferencia de Naciones Unidas sobre Países menos Adelantados.

Semejante evidencia no parece, sin embargo, preocupar a los responsables de la cooperación española, que, lejos de entonar un mea culpa, reivindican un estilo propio de hacer cooperación, algo así como un 'modelo castizo' de ayuda al desarrollo, ajeno a toda injerencia de doctrina. La fundamentación de semejante proceder descansa en el siguiente argumento: para asignar la ayuda según criterios de pobreza no es preciso reparar en los niveles de desarrollo de los países, ya que pobres existen en todo el mundo; en consecuencia, España puede permanecer ajena a la recomendación internacional y seguir orientando sus recursos hacia los países de desarrollo intermedio, que es donde concentra el área de sus preferencias comerciales y estratégicas.

El argumento tiene un fondo tristemente incuestionable: el mapa de la pobreza abarca el conjunto del planeta. Ahora bien, de ello no se deriva el necesario abandono de todo criterio objetivo para la asignación de recursos, porque ni el fenómeno de la pobreza tiene la misma dimensión en todas partes ni la capacidad económica de los países para afrontarlo es similar. Por ejemplo, el hecho de que el PIB per cápita de Brasil (en paridad del poder adquisitivo) sea de 6.317 dólares, no impide que exista un 17% de la población que vive en la pobreza, con una capacidad de consumo inferior a dos dólares diarios; pero el dato del PIB agregado nos informa de que tal situación podría superarse con sólo apelar a una distribución más equitativa de la renta disponible. Una opción que sería viable, por ejemplo, cargando un impuesto más exigente sobre ese 10% más rico de la población brasileña, que concentra el 47% del ingreso nacional.¿Debe la ayuda al desarrollo liberar a ese sector enriquecido de su obligada aportación impositiva? ¿Debe favorecer la exención de responsabilidades del Estado en materia redistributiva?

Este dilema no está presente, sin embargo, en el caso de los países más pobres, simplemente porque no tienen capacidad para afrontarlo. Los PIB per capita de Etiopía, Burundi, Malawi o Tanzania, por sólo citar unos casos, no superan los 600 dólares al año, lo que quiere decir que aunque se distribuyese más equitativamente la renta no se lograría que el conjunto de la población superase ese consumo mínimo equivalente a dos dólares diarios. Esta diferencia es la que justifica que desde muy diversos foros se insista en la necesidad de concentrar la ayuda sobre aquellos países que carecen de capacidad económica siquie-ra para poner en marcha programas de reducción de la pobreza.

Frente a esta posición, el argumento de la ayuda española semeja un pobre pretexto con el que justificar el inadecuado reparto de los recursos del sistema: un sistema que otorga tres veces más a un ciudadano de un país de renta intermedia que al que reside en un país más pobre. Lo más grave es que semejante justificación -'pobres hay en todo el mundo'- es enteramente engañosa, porque la ayuda española ni siquiera se orienta hacia los sectores empobrecidos de los países de renta intermedia en que opera. Los estudios sobre la orientación de la ayuda (y hay uno reciente coordinado por el Overseas Developdinado por el Overseas Development Institute) ponen en evidencia el bajo nivel de compromiso que la cooperación española tiene con la lucha contra la pobreza; lo que es acorde con la abusiva presencia de otros intereses -comerciales y de promoción cultural- en el diseño de sus acciones.

Los datos son reveladores: España es uno de los tres donantes del CAD en que mayor peso adquieren los créditos comerciales dentro de la ayuda; y es, tras Italia, el que presenta un mayor porcentaje de recursos obligadamente asociados a la venta de productos propios (ayuda ligada). Se trata, por tanto, de una cooperación que cabría calificar como notablemente interesada. En sentido opuesto, es muy baja la cuota que España asigna a tareas relacionadas con las necesidades básicas de las poblaciones receptoras, que apenas alcanza al 6% del total de la ayuda bilateral, una cuota muy alejada del 20% recomendado en la Cumbre de Desarrollo Social de Copenhague. Incluso en el ámbito de los programas de mayor contenido social se aprecia el sesgo al que se alude: se dedica al sector de la educación el 9% de la ayuda bilateral, pero apenas supera el l% lo que se adjudica a la educación básica, que es la más directamente conectada con las necesidades de los sectores empobrecidos.

Es práctica internacional convenida estimar la calidad de la ayuda a través de indicadores relativos a la capacidad redistributiva que tengan sus acciones. A la vista de los datos ofrecidos, no es extraño que la cooperación española se sitúe entre aquellas que ofrecen unos parámetros más bajos de calidad en el contexto internacional. Y si baja es la calidad de la ayuda, bajo es también el esfuerzo financiero que la respalda. De confirmarse las estimaciones, la cuota correspondiente a la AOD en términos del PNB del año 2000 se situará, muy probablemente, en el nivel más bajo de toda la década, muy por detrás de aquel 0,23% en que lleva estancada desde hace aproximadamente un lustro y que hace que España se sitúe entre los cuatro donantes de menor esfuerzo relativo en esta materia. Un puesto que parece poco acorde con el reconocimiento que se quiere reclamar para España como relevante actor de la escena global. Lo dicho, 'malos tiempos para lírica'.

José Antonio Alonso es catedrático de Economía Aplicada. Instituto Complutense de Estudios Internacionales.

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