Dineros autonómicos
El Consejo de Política Fiscal y Financiera, que reúne al Gobierno y a las quince comunidades autónomas de régimen común (todas, salvo el País Vasco y Navarra), aprobó ayer por unanimidad el nuevo sistema de financiación. Una buena noticia que despeja en este final de curso un asunto que ha solido despertar enconados conflictos. El cierre positivo contribuirá a superar cierto tufo de mercadillo persa que en algunos momentos ha merodeado en los aledaños del Consejo. Más que de baremos y criterios objetivos, los representantes territoriales han tratado de buscar fórmulas que se acomadaran mejor a los perfiles de cada comunidad, con la mirada puesta en cómo presentarse ante sus electores respectivos como los grandes conseguidores. Pero, con todo y con eso, se ha encontrado al fin un complejo modelo de aplicación universal.
El nuevo esquema resuelve al menos tres problemas arrastrados. Uno, la creciente asfixia de tres comunidades autónomas gobernadas por los socialistas (Andalucía, Extremadura y Castilla-La Mancha), que al automarginarse del anterior modelo sufrieron una severa merma relativa en sus recursos financieros, sobre todo en el caso de Andalucía al no ajustarse los ingresos a su población efectiva. Dos, la asimetría de los beneficios que la favorable coyuntura económica ha tenido para la Administración central y las autonómicas: al menos dos puntos de la reducción del déficit han sido soportados de facto por las comunidades. Y tres, la necesidad de actualización permanente de estos mecanismos, demostrada en esta ocasión por el decreciente rendimiento del impuesto sobre la renta.
Lo esencial del consenso no radica tanto en las cantidades acordadas como en la filosofía. Si se juzgara únicamente por las cifras del primer ejercicio, los socialistas habrían realizado un mal negocio al lograr sólo una sexta parte de la deuda histórica que reclamaban por la negativa gubernamental a reconocer su censo poblacional, y los nacionalistas catalanes se habrían suicidado, al aceptar para el primer año una transferencia cercana al 10% de lo que reclamaban inicialmente, amén de ver negada su aspiración a la plena competencia normativa y a la soberanía recaudatoria mediante una agencia propia. ¿Por qué, pues, habrían encajado, unos y otros, la propuesta?
Porque a largo plazo se logra una mejora de la capacidad financiera -sustituyendo transferencias estatales por recaudación directa- y se equilibran los desajustes del sistema, al ampliar la cesión de impuestos desde el actual 30% del IRPF al 33% del mismo impuesto, acompañado del 35% del IVA y de una horquilla de los impuestos especiales situada entre el 40% y el 100% de los mismos: una 'cesta' de impuestos más inmune a la variación recaudatoria de uno solo y de la que se excluye únicamente el impuesto de sociedades. Y a ello se acompaña la transferencia parcial -en el marco de lo que permite la UE- de la capacidad normativa sobre algunos de los impuestos especiales.
El adusto semblante de regateadores que adornaba a los negociadores y la opacidad de la mesa -frente a procesos mucho más públicos y sanos, como los que se realizan a través de la Cámara alta alemana- han teñido de trapicheo unos logros que, objetivamente, cabría calibrar como muy positivos, en la senda de la responsabilidad fiscal y del federalismo pragmático. Entre otras razones porque el nuevo sistema incorpora la difícil asignatura del gasto sanitario y porque se augura válido para una realidad autonómica que ya ha borrado las principales diferencias entre las comunidades de vía lenta y las de vía rápida, al armonizar el grueso de sus techos competenciales. Aunque esos logros sean deudores de sendas minusvalías políticas. La del PP, urgido a demostrar alguna capacidad de vertebrar el país en un sentido 'nacional' tras el conjunto vacío del Plan Hidrológico; la de la nueva dirección del PSOE, necesitada de evitar fricciones entre sus distintas baronías territoriales para consolidar su liderazgo, y la de CiU, que se debate entre la utopía del sistema de concierto, la realidad de su deficiente gestión y las imposibles promesas de soberanismo fiscal.
El consenso de base al que se ha llegado es bueno, incluso extraordinario, aunque resulte poco meritoria la manera de concitarlo. Sin embargo, plantea dos inquietudes nada menores para el futuro: una, al reputarse el nuevo sistema de 'estable', no se han previsto mecanismos de adaptación y actualización. Otra, que al no aprovecharse suficientemente la ocasión para aproximar de facto el régimen común y el foral, la persistencia de dos modelos tan distintos acabe actuando como factor de agravio comparativo.
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