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CUMBRE DEL GRUPO DE LOS OCHO
Columna
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Barricadas y fronteras

Andrés Ortega

La cumbre del G-8 en Génova ha puesto de relieve dos cosas aparentemente absurdas. Por una parte, que las barricadas, como una muralla, se habían erigido para defender a los mandatarios democráticamente elegidos, cuando suele ser al revés. Son los que se levantan, los que protestan, los que suelen erigir barricadas contra los que, en expresión de Max Weber, tienen el monopolio de la violencia legítima. Algo marcha mal en las democracias cuando se llega a tal situación. Aquí no hay revolución, o si se quiere, la revolución la produce la velocidad del cambio, antes que cualquier voluntad. En este mundo no hay un pensamiento único, pero estamos en una fase, probablemente transitoria, en la que, en lo básico, no hay grandes ideologías que se confronten. Y ése es uno de los orígenes de la protesta.

Al tiempo, Génova ha marcado, en contra de la globalización y de la integración europea, el regreso de las fronteras nacionales en la UE de la mano de la equivocada suspensión temporal del Tratado de Schengen por parte de las autoridades italianas. Es un proceso que defienden otros Gobiernos y ministros del Interior. Schengen y la supresión de los controles en las fronteras internas de la UE es una de las mayores aportaciones a un proceso de construcción de un espacio del que los ciudadanos se sienten alejados. No es baladí. En este contexto, la medida italiana es un paso contraproductivo. Hay otros modos de luchar contra la violencia de los que, en el fondo, son unos pocos, aunque a menudo organizados. El Foro Social alternativo en Génova, como la manifestación contra el racismo y a favor de los derechos de los inmigrantes, demostraron que se puede protestar sin violencia con eficacia e impacto, aunque la violencia, especialmente si produce muertos, llegue a taparlo todo.

En Europa hay un peligro más que notable de un regreso a las fronteras. El espacio de libertad de circulación de mercancías, servicios, capitales y, en menor medida, personas, lo están aprovechando también las redes mafiosas, ya sea de narcotráfico de blanqueo de dinero, de prostitución o de terrorismo, lo que puede provocar ese paso atrás, y a reforzar la visión policial y judicial del control de ese espacio. Se justifica para los casos citados, pero no para los manifestantes no violentos que son los más; una juventud transnacional que puede formar unos de los gérmenes de una ciudadanía cosmopolita y globalizada.

Las fronteras, señala la socióloga Saskia Sassen en un libro que está a punto de salir en España (¿Perdiendo el control? La soberanía en la era de la globalización, ediciones Bellaterra) no son un concepto meramente geográfico, sino una institución, dirigida ahora, esencialmente, al control de los flujos de personas. Es decir, de la inmigración. Para Sassen, 'la globalización económica desnacionaliza la economía nacional. En cambio, la inmigración renacionaliza la política y da una importancia renovada a su control soberano' en todos los países europeos, al menos hasta que haya una política común europea en materia de inmigración y asilo, que se debería adoptar, según las previsiones, en el 2004, año central para el devenir de la UE.

Claro que ésta es una visión desde una parte de Europa. Pues en otras, el concepto de soberanía estatal y fronteras constituye una entelequia que poco tienen que ver con la realidad. En algunas regiones africanas, o incluso en parte de los Balcanes, el Estado significa poco, pues su control sobre la geografía que le incumbe es sólo parcial. En África sobre todo, muchas fronteras sólo existen en el mapa, no en el terreno. Y por eso mismo la colaboración con estos supuestos Estados para controlar en origen la inmigración ilegal dará pocos resultados, lo que reforzará las fronteras de los países de inmigración. Así, la debilidad de unos Estados contribuye, temporalmente, a fortalecer otros.

aortega@elpais.es

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