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Tribuna
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Un pesimista y un solitario

Durante más de medio siglo, ha sido el personaje más relevante, más contradictorio y, por tanto, más amado y odiado del periodismo italiano. Y, asimismo, el más difícil de catalogar entre las diferentes familias culturales, políticas y profesionales de esta profesión nuestra.

Para mí, además de una amistad sincera aunque poco frecuentada, ha sido un objeto de estudio: me interesaba comprender cuáles eran los impulsos y los sentimientos que alimentaban su personalidad. No logré entenderlos durante mucho tiempo, pero con el paso de los años y el discurrir de tantos acontecimientos su perfil se ha hecho cada vez más claro. Ahora que Indro ya no está y le vamos a añorar tanto lo percibo de forma nítida, con ese esqueleto suyo ligero, animado por unos ojos que seguían siendo jovencísimos, ingenuos, todavía dispuestos a encenderse por la curiosidad, la indignación, la pasión y, sobre todo, por el ingenio.

Decía de sí mismo que era un liberal y un pesimista respecto a la naturaleza de los hombres. Quizás lo pensaba realmente, aunque no estoy del todo seguro. Pesimista sin duda alguna y solitario, como todos los pesimistas verdaderos; no diría liberal porque su verdadera naturaleza fue la de un anarquista aunque de un modo muy especial; su punto de referencia cultural y temperamental fue Prezzolini, del que se puede afirmar de todo menos que era liberal a la manera de Croce y de Einaudi.

Anarquista y gascón. Alguien, al hablar sobre él, citó el nombre de Don Quijote, pero se equivocaba: Montanelli no combatió nunca contra los molinos de viento tomándolos por gigantes amenazadores, los adversarios que se iba eligiendo representaban realidades políticas o económicas poderosas, que Indro estudiaba con mucha atención antes de atacar. Medía su fuerza, elegía su punto débil e infería el golpe.

Su escritura era sencilla, la estructura, o como decimos nosotros, el montaje, era bastante uniforme: comenzaba tejiendo alabanzas y concediendo atenuantes, pero después dejaba crecer las críticas y el disenso hasta llegar al golpe final que era casi siempre definitivo: 'Justo al final de la licencia yo hiero'. No recuerda al caballero de La Mancha, sino más bien al señor de Bergerac y a su calidad de gascón.

Me he preguntado más de una vez y ha sido un gran narcisista; algunos de sus comportamientos parecían demostrarlo pero, sin embargo, Indro no era un narcisista; las crisis depresivas que tuvo tantas veces son la prueba de su desamor hacia sí mismo. Sólo se amaba cuando estaba en plena batalla porque era la batalla su condición de felicidad y la escritura el medio con el que la conseguía.

Afirmaba que quería una sociedad tranquila y ordenada, instituciones eficientes, gente honrada que las dirigieran, bienestar distribuido, libertad en las normas e ilustración moderada. Y también afirmaba que sentía burgués desde la cabeza hasta los pies.

Si decía estas cosas es porque las pensaba realmente, pero por lo que le he conocido y por lo mucho que le he estudiado estoy seguro de que en una sociedad como la actual se habría aburrido mortalmente. Amaba la inteligencia, detestaba la picardía y la hipocresía. Y ya que vivía en un país de pícaros y de hipócritas uno de sus placeres fue el de desenmascararlos. En mi opinión, ha vivido tanto tiempo incluso para esto: todavía tenía tantas batallas que emprender y, por tanto, sus ojos mantenían con vida esa osamenta apenas revestida con una piel cada vez más sutil; si hubiera vivido en Suiza se habría muerto mucho antes.

Una vez, han pasado ya por lo menos treinta años, se nos ocurrió fundar un periódico y dirigirlo de forma conjunta. Nos divertimos con este proyecto durante varias semanas. '¿Te imaginas lo que pensará la gente?', me decía riéndose, 'el diablo y el agua bendita juntos'. Pero después me miraba con sospecha y añadía: '¿Pero quién sería de nosotros dos el agua bendita? Yo no, desde luego', 'Yo tampoco'. De esta forma abandonamos el proyecto, por ciertos aspectos estábamos demasiado lejanos el uno del otro, pero éramos demasiado parecidos y no se concluyó nada.

Siempre ha dicho que reconocía a un único patrón: a sus lectores. Pero ni siquiera esto era verdad, pues cuando abandonó Il Giornale y fundó La Voce sus lectores no le fueron fieles. El dueño del periódico era él, y por esto se fue de Il Corriere y por esto se fue de Il Giornale cuando Berlusconi se enamoró de la política. Pesimista, solitario, anarquista, gascón. ¿Y qué más? Machista a la manera antigua, pero en los últimos años había cambiado.

Había entendido tantas cosas en los últimos años. Las había entendido por su ingenio: no quería estar a favor de los nuevos poderosos y eligió la parte del que pierde.

Fue leal con todos. Tuvo una vida sencilla y modesta. Fue un maestro de periodismo pero no tendrá alumnos porque el mundo ha cambiado y ya no es el suyo: ya no hay sitio para los anarquistas buenos.

Eugenio Scalfari es fundador de La Repubblica y ex director. © La Repubblica

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