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Columna
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Psicología y ambigüedad

Josep Ramoneda

Lo que más perjudica a la coalición Convergència i Unió (CiU) es su alianza con el PP. Lo dicen los que trabajan en encuestas de opinión: hay problemas que originan un desgaste importante al Gobierno catalán (desde el Plan Hidrológico Nacional hasta los incendios forestales), pero son de carácter ocasional y si adquieren mayor relevancia es por agregación, por acumulación de frentes de descontento. Nada tiene unos efectos negativos tan sostenidos para Convergència i Unió como su alianza con el Partido Popular. Un sector de su electorado la soporta muy mal. El argumento de la contribución a la gobernabilidad colaba cuando el Gobierno español no tenía mayoría absoluta y Convergència i Unió gozaba de cierta reputación como fuerza condicionante. Ahora el PP ya no necesita a Convergència, es ésta la que rompe las cáscaras para que el PP se lleve las nueces. Y esto es lo que pone de los nervios a una parte del electorado que además está convencida de que CiU tiene otras opciones para gobernar en Cataluña. Es decir, que la dependencia del PP tiene truco: el poder de chantaje -con los dineros y con las informaciones- de los populares.

El último fin de semana los dos cabezas de partido de la coalición han llevado a la práctica la teoría de la ambigüedad, cuya formulación debemos a Artur Mas, que le dio carta de naturaleza política. En realidad fue un gesto de ingenuidad del conseller en cap porque, como todo el mundo sabe, la ambigüedad se practica pero no se teoriza, porque en el momento en que se ha enunciado ya ha dejado de ser ambigüedad. Para demostrar que no están con el PP aunque estén con el PP (que es lo que entienden por ambigüedad cuando en realidad es pura comedia), con pocas horas de diferencia Duran Lleida ha lanzado un simulacro de órdago al Gobierno español anunciando la ruptura de la alianza si la cuestión de la financiación autonómica no se resuelve favorablemente para Convergència i Unió, y Jordi Pujol -que cansado de dirigirse a los gentiles, últimamente se dedica a sermonear a los suyos- se ha descolgado con una alambicada teoría según la cual Maragall recibió en las últimas elecciones votos del Partido Popular para cargárselo a él de una vez. Naturalmente, tan ingeniosa interpretación sólo tenía un objetivo: convencer a los suyos -estos que tan mal viven la alianza PP-CiU- de que populares y socialistas son lo mismo, con lo cual lo mejor es optar por los de casa. El único problema para que el argumento cuaje es la evidencia de los hechos: los electores tránsfugas populares denunciados por Pujol no consiguieron que Maragall ganara; en cambio, el PP está contribuyendo todos los días a que Pujol se mantenga en el poder. Algo falla en el razonamiento presidencial.

En el fondo, lo que incomoda a una parte del electorado nacionalista es que la alianza presuntamente táctica va haciéndose crónica. Este es uno de los problemas de la ambigüedad: que siempre llega un momento en que las cosas caen de un lado o de otro, y la ambigüedad queda en pura retórica. Llegado este punto, hacer metalenguaje sobre la ambigüedad, como gusta al conseller en cap, no es más que rizar el rizo en el uso del eufemismo como forma del discurso político. Si Convergència i Unió ha ganado tantas elecciones en Cataluña ha sido porque un sector de la ciudadanía entendía que su nacionalismo era estratégico y aceptaba la ambigüedad táctica. Cuando la ambigüedad es el discurso y se justifica como la esencia de la política propia, este sector de la ciudadanía no sabe a qué carta quedarse. La última vez resolvió las dudas por la vía abstencionista. ¿Qué opción tomará la próxima?

El devenir de la política catalana confirma un dato positivo: los políticos también son humanos. Había sospechas fundadas de ello en la medida en que la voluntad de poder es pulsión básica de la especie. Pero quedaban dudas sobre la peculiar constitución psicológica de los políticos. Pues bien, la psicología se ha convertido en factor determinante del futuro político inmediato de Cataluña. Jordi Pujol ya no es el que era porque ya no piensa tanto en las próximas elecciones -que ya no las tiene que ganar él- como en su futuro, cuando esté ya otro en el puesto de mando. El breve precedente de Tarradellas no ha llegado a sentar jurisprudencia sobre el día siguiente de un presidente catalán. Pujol está preocupado, entre otras cosas, porque, de Felipe González a Helmut Kohl, últimamente los ex no viven sus mejores días. Creo que este país no debe dejar pasar la oportunidad de crear las bases para un futuro pospresidencial extendible a cuantos abandonen la presidencia de la Generalitat en vida. Casualidades de la pequeña historia, Pujol ha visto la lucecita para salir de lo que el veía como un túnel en algo que inicialmente causó su rechazo y su desconsideración: el Fòrum 2004. A medida que la convergencia en el calendario del final de su presidencia y del inicio del Fòrum se acercan, Pujol ha empezado a demostrar un interés inusitado en un acontecimiento que inicialmente había interpretado como la enésima agresión -y locura- de Maragall. Así se completa el círculo de lo familiar en que se ha movido siempre la política catalana, en la que el espacio del disenso es tal que lo que podía ser emblema ideológico de unos -los que consideran demasiado cerrado el universo nacionalista y quisieran abrirlo al mundo- se convierte en tabla de salida del otro -el icono principal del nacionalismo conservador-. Así es Cataluña.

También el factor psicológico explica que Maragall esté jugando a un ritmo tan cansino que muchos de los suyos reclaman que se le pite falta por 'pasivo', como dicen en balonmano. Cuando en las elecciones de 1999, Maragall consiguió más votos -que no escaños- que Pujol, en su fuero interno consideró que había ganado las elecciones, y así lo dijo en televisión, para perplejidad de muchos. Lo más importante es que en el fondo él está convencido de ello, y simplemente espera que la realidad de Cataluña se acomode a lo que, en su sentimiento, ya ha acontecido. Con estas sensaciones en el cuerpo es difícil encontrar el ritmo que reclama la política de un líder de la oposición dispuesto a ganar unas elecciones. ¿Cómo se puede arremangar para ganar quien considera que ya ganó? Por eso en su entorno se preguntan: ¿qué se puede hacer para que saque el genio? Los estados de espíritu son lentos de cambiar y, a menudo, sólo una señal de alarma impactante despierta al que se ha instalado en sensaciones personales e intransferibles.

En fin, no hace falta insistir en el peso de lo psicológico en la recién iniciada andadura de Artur Mas. Con el padre todavía administrando el grifo de las cuotas de poder, está obligado a aplazar el rito asesino por el que todos tenemos que pasar para hacernos mayores. Rodríguez Zapatero puede explicarle algo de esto. En un año ya ha escenificado dos veces el asesinato del padre: en su discurso de toma de posesión y en su primer debate del estado de la nación. Y eso que para Rodríguez Zapatero, González ni siquiera llegaba a padre putativo. Pujol ha destacado que ahora ya empiezan a meterse con su conseller en cap más que con él mismo. Es decir, ha empezado a desplazarse el eje del poder. Sin embargo, Mas todavía necesita a Pujol. La prueba de ello es que la coalición está dudando entre lanzar por sorpresa a Mas contra Maragall en la moción de censura o dejar que Pujol haga su último trabajo. La duda es ésta, en palabras de un dirigente nacionalista: ¿Qué es mejor, impulsar a Mas o que Pujol liquide a Maragall con un buen repaso parlamentario? La política catalana vive tiempos para psicoanalistas. Hasta que alguien, algún día, tenga el descaro de romper el cerco, es decir, de hacer un ritual que conjure la obsesiva limitación de lo catalanamente correcto. Entonces, quizá nuestra democracia empiece a ser adulta.

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