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Tribuna
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El aire entra en la boca bien abierta

Los pulmones están compuestos de unos tubos, los bronquios, por donde pasa el aire que inspiramos y espiramos a través de la boca. Éstos se bifurcan y ramifican en miles de tubos más pequeños hasta desembocar finalmente en unos 300 millones de saquitos de aire, los llamados alveolos pulmonares. Rodeando a los alveolos se disponen millones de pequeños vasos sanguíneos: son los capilares pulmonares. Los gases respiratorios, oxígeno (O2) y dióxido de carbono (CO2), atraviesan (o, más correctamente, difunden) a través de la fina capa de células que separa el aire contenido en los alveolos de la sangre que fluye por los capilares. A esta fina capa se le denomina membrana alveolo-capilar, y el O2 y el CO2 la atraviesan continuamente para difundir de aire a sangre, y de sangre a aire, respectivamente.

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Millones de siglos de evolución han hecho que nuestros pulmones estén muy bien preparados para la difusión de los gases. Desde luego, espacio no falta: si pudiésemos extender nuestra membrana alveolo-capilar sobre el suelo, ocuparía la misma superficie que una cancha de tenis. Aún sería más grande en un ciclista profesional, en cuyos alveolos cabe mucho más aire (hasta 200 litros por minuto en algunos ciclistas) y circula mucha más sangre (hasta 40 litros por minuto en un esfuerzo máximo) que en una persona de a pie. Sólo un ejemplo: durante una contrarreloj larga, en el pulmón de un ciclista entran y salen entre 6.000 y 10.000 litros de aire. Esto lo consigue a base de hacer muchas respiraciones por minuto (más de 40) y de meter en sus alveolos cerca de 3 litros de aire por cada inspiración (hasta seis veces más que en reposo).

Paradójicamente, cuanto mejor es el ciclista, más le fallan sus pulmones. O, dicho de otra manera, quizá un ciclista se hace bueno de verdad cuando sus pulmones no son capaces de meter tanto O2 en la sangre como les gustaría a los músculos de sus piernas. ¿Por qué? Primero porque para meter y sacar tanta cantidad de aire tiene que hinchar y deshinchar sus alveolos a toda máquina. Los encargados de este arduo trabajo son los músculos respiratorios -diafragma, intercostales y abdominales, entre otros-, que tiran de la caja torácica en cada contracción (y, por tanto, de los alveolos, ya que éstos están virtualmente adheridos a la misma). Tiran y tiran hasta que se fatigan. Algo inevitable tras más de 30 minutos de esfuerzo casi máximo, como la subida a un puerto. Y, si no se cansan, en todo caso les roban demasiado oxígeno a los músculos de las piernas, pues también necesitan O2 para contraerse. ¡Vaya contradicción! Los músculos encargados de que llegue O2 a los músculos del pedaleo acaban por robárselo. Segundo problema: es tanta la sangre que circula por los capilares, que es capaz de rebosarlos y romper la delicada membrana alveolo-capilar para acabar encharcando los alveolos.

Así, unos de los mejores fondistas que hay sobre la tierra, los caballos purasangre, escupen sangre por la boca en pleno esfuerzo. Y algo parecido les podría llegar a ocurrir a los más purasangre del pelotón. Para colmo, la sangre pasa tan rápido por los capilares que las moléculas de O2, mucho menos difusibles que las de CO2, apenas si tienen tiempo para atravesar la membrana alveolo-capilar y saltar a sus autobuses, los glóbulos rojos, que les transportan por la sangre a los músculos.

La respiración es lo que más delata el sufrimiento de un ciclista. Cuando, además de ruidosa se hace entrecortada y superficial, incluso jadeante, el ciclista está en apuros. Sus músculos respiratorios se están empezando a fatigar. Y, más que de oxigenar bien la sangre -algo a lo que renuncian en parte-, sus pulmones están pendientes, sobre todo, de eliminar indirectamente acidosis láctica de la sangre, expulsando CO2 de la misma. Ante esta tesitura, de nada sirven las famosas tiras nasales que algunos utilizan para facilitar la entrada del aire por la nariz: ¡tantos litros de aire sólo caben por una boca bien abierta!

Alejandro Lucía es fisiólogo de la Universidad Europea

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