Del amor al odio
El melón, la fruta veraniega por antonomasia, tiene tantos partidarios como detractores
Pocos alimentos hay en el mundo que a lo largo de la historia que hayan despertado tantas fobias y filias como el melón. San Gregorio, uno de sus declarados fans, dijo al respecto: 'Si el maná representa el alimento de la gracia, destinado a la refacción de la vida interior, es preciso ver en el melón la representación de las delicias terrestres'. De forma poética pero mas terrenal, un clásico como Grimod de la Reyniére dijo que: el melón es 'la flor de todas las frutas'. Por contra, los griegos de la antigüedad lo conocían, pero no parece que le tuvieran gran estima, ya que Homero cita en sus poemas ciento treinta veces al ajo y tan solo menciona en cuatro ocasiones a la curcubitácea en cuestión. Tampoco a los romanos clásicos les hacía mucho tilín. Plinio lo incluye en su Historia Natural pero sin hacer elogio alguno. El primer autor latino que lo glosa es, en el siglo V, Paladio, quien nos legó un truco cuanto menos curioso: 'Los melones adquieren más aroma si se tiene la precaución de mezclar durante unos días sus pepitas con hojas de rosa machacadas'.
El melón tiene históricamente labrada una mala fama en base a determinados hechos. Se le achaca ser causa directa de la muerte, por indigestión, del papa Pablo II. María Mestayer de Echagüe, más conocida como marquesa de Parabere, gran defensora de esta fruta, duda seriamente de la veracidad de la versión y señala además: 'En cambio, Luis XIV de Francia, que murió a los setenta y ocho años, se tragaba cuantos melones le ponían delante y un abuelo mío, que vivió hasta a los noventa y seis años, se comía de una sentada un melón enorme'. Pero, sin duda, entre los mayores forofos que ha tenido de esta fruta se encuentra Alejandro Dumas. Hay una anécdota que no tiene desperdicio. Un día, el célebre escritor recibió una carta del Ayuntamiento de Cavaillon, donde se cultivan los mejores melones de Francia, en la que le comunicaban que habían decidido crear una biblioteca compuesta de las obras de los mejores autores, y le rogaban a Dumas que les enviara dos o tres de sus novelas. Y así se expresaba entonces el autor de los Tres Mosqueteros: 'Me pusieron en un aprieto. Yo tengo dos hijos y, puestos escoger, no sabría cuál elegir, que mis libros todos me parecen buenos, pero que me parecían aun mejor los melones, así que me permitía hacerles la proposición siguiente: yo les remitía la colección completa de mis obras [alrededor de unos quinientos tomos], pero que ellos, a su vez, se comprometían a pagármelas en melones, a razón de doce al año mientras viviera, y que los melones serían verdes [de color]'.
Y concluye así el escritor galo: 'El Ayuntamiento de Cavaillon me contestó a vuelta de correo que mi proposición había sido aceptada por aclamación, votándome agradecidos esa renta vitalicia (probablemente la única que tendré jamás). Y va para doce años que hicimos el trato, y no sé si es por casualidad o porque el alcalde, asesorado por sus concejales, los escoge entre los mejores para enviármelos, pero sí puedo atestiguar que jamás los comí mejores, siendo mi anhelos que mis novelas gusten tanto a los de Cavaillon como a mí sus melones'.
La verdad es que no tenemos la suerte de Dumas. Hoy día la mayor parte de los melones de nuestros mercados son insípidos; muy bonitos, pero no saben a nada. Y no digamos del aroma, totalmente inexistente (con la salvedad de los melones de Cantaloup). Se recolectan inmaduros y luego la cosa ya no tiene solución. Ni siquiera proveyéndose de marcas y zonas acreditadas, pagando por ellos precios casi japoneses. He perdido la confianza e incluso la esperanza. Y del amor, he pasado al odio ante tanta birria, hasta el punto que, hoy se queda corto el dicho castellano de 'cuchillo de melonero, probar muchos hasta hallar uno bueno'.
Y es que a uno, en broma o en el fragor de una discusión, le pueden llamar melón, pero a un melón el peor insulto es llamarle pepino.
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