Un grave problema de método
Comparto plenamente el objetivo de la decisión del Ministerio de Sanidad sobre el orujo de oliva, pero discrepo radicalmente del método, porque ha causado innecesariamente un doble perjuicio: al conjunto del sector del aceite de oliva español, y a la credibilidad y a la autoridad del sistema de alerta para situaciones de crisis alimentaria.
La relación entre alimentación y salud es uno de los factores críticos para la competitividad de los productos alimentarios, pero también el que les hace más vulnerables. Esto es consecuencia de muchos factores. En las sociedades desarrolladas tenemos cubiertas las necesidades nutritivas, sin riesgos de desabastecimiento en el horizonte, lo que, unido a las crisis alimentarias sucesivas que hemos padecido, ha llevado al primer plano de las preocupaciones de los ciudadanos la calidad y la salubridad de los alimentos, junto con las consecuencias de su proceso de producción para el medio ambiente. Por otro lado, la búsqueda de la competitividad en mercados cada vez más liberalizados ha conducido a una carrera por la mejora de los rendimientos y la reducción de costes, con el uso intensivo de aditivos, fertilizantes y tratamientos fito y zoosanitarios, y el aprovechamiento al máximo de residuos y despojos, con efectos colaterales no siempre evaluados o considerados.
El aceite de oliva es el único producto del que España es el primer productor mundial
Afortunadamente, el progreso tecnológico y científico, a la vez que permite desarrollar nuevos fertilizantes, tratamientos, variedades o procesos, perfecciona las técnicas de análisis para medir los riesgos microbiológicos o de residuos y compuestos, genera conocimientos sobre sus consecuencias para la salud y aporta soluciones para problemas de salubridad, de calidad o medioambientales.
Éste es un proceso continuo, al que se intenta dar respuesta, desde la defensa del interés colectivo, con una permanente revisión de la regulación sobre los productos y las prácticas de cultivo o de la alimentación animal, sobre las tecnologías de proceso de la industria alimentaria o sobre los límites de presencia en los alimentos de productos y agentes potencialmente nocivos para la salud.
Hay quien critica, muchas veces con razón, que esa revisión regulatoria está demasiado mediatizada por los intereses económicos de los sectores concernidos, lo que lleva a una depreciación del principio de precaución, teniendo en cuenta que los responsables tienen que gestionar una situación de conocimiento imperfecto y que es ineludible un arbitraje entre riesgo y coste, porque el riesgo cero no existe, y el coste se dispara cuando se pretende acercar el riesgo a cero. La crisis de las vacas locas ha constituido un ejemplo de aplicación cicatera del principio de precaución, sobre todo por parte de quienes estaban directamente afectados y disponían de más información sobre la enfermedad, un error al que, aun disponiendo de una información más limitada, yo no me considero completamente ajeno. Por ello creo muy importante el papel que puede desarrollar en el futuro la Agencia Española de la Seguridad Alimentaria, que se acaba de crear, aunque opino que el modelo se ha quedado corto de ambiciones para la envergadura del reto.
Pero lo que está a debate con el asunto del orujo no es el límite de presencia de benzopireno, que debe establecerse siguiendo criterios científicos, muy probablemente en el más bajo que recomienden -aun con el riesgo de que terminemos teniendo que prohibir las barbacoas-, sino el método establecido para su introducción. Decisiones de reducción o de prohibición de determinadas sustancias en los alimentos se toman todas las semanas, por lo que no se entiende bien por qué precisamente se cambia el procedimiento habitual -aprobar los nuevos límites tolerables según la recomendación científica, con un período de entrada en vigor para la producción, que puede ser incluso inmediata y en ese caso ir acompañada de una sustitución ordenada de las partidas pendientes de comercializar que no cumplan las nuevas normas si, como se ha reconocido, no había peligro inminente para la salud, sino riesgo de daño futuro por consumo muy prolongado en el tiempo- con un producto, el aceite, que necesariamente iba a generar una extraordinaria alarma social por la evocación del caso de la colza, la más grave crisis alimentaria que ha sufrido nuestro país, y que además está emparentado con el aceite de oliva, del que lleva incluso el apellido, causando un perjuicio económico desproporcionado a todo el sector. Un daño que se podía haber evitado sin renunciar en absoluto al objetivo superior de protección de la salud.
El aceite de oliva es el único producto del que España es el primer productor mundial, y su sector está librando una gran batalla comercial para abrir nuevos mercados para una producción española creciente, en competencia con otras grasas vegetales -ya exportamos casi la mitad de lo que producimos-, y para conquistar el liderazgo mundial en la venta de aceite de oliva envasado y con marca que, pese a ser nosotros los principales productores, sigue ostentando Italia. Era inevitable que en los países no productores, con una cultura del aceite de oliva escasa, y con una mayor presencia de intereses vinculados a grasas competidoras, la alarma afectase y se agitase contra el aceite de oliva en general. A la gente le cuesta distinguir entre el aceite de oliva y el de orujo, al que considera simplemente un oliva de gama baja. Salvando las distancias, a nosotros nos ocurriría lo mismo si la alarma se hubiese producido por la presencia de benzopireno en algunos whiskies escoceses, relacionada con la práctica de poner en contacto la malta con el humo en su proceso de tostado, que proporciona ese característico sabor a humo de algunos preparados. ¿Cuántos consumidores españoles de whisky conocen esta práctica, o las diferencias entre un whisky de cebada, de centeno o de maíz? ¿Y no hubieran intentado aprovechar la crisis del whisky los productores de brandy de Jerez? El problema de lo acontecido es que hemos pasado de interpretaciones cicateras del principio de precaución a una sobre-reacción, y lo hemos hecho causando un perjuicio innecesario al producto estrella de nuestra dieta mediterránea, del que viven o con el que complementan significativamente su renta en España casi medio millón de familias, el 80% de ellas en Andalucía.
El aceite de oliva tiene su futuro vinculado a sus cualidades gastronómicas, pero, sobre todo, a sus extraordinarias virtudes para mejorar la salud y elevar la esperanza de vida de quienes lo consumen, en competencia con otras grasas vegetales cuyos defensores tienen un interés lógico en erosionar esa imagen. Por ello, el sector debe reforzar su apuesta por la calidad, acompañando las cualidades del producto con prácticas de cultivo y de elaboración que potencien al máximo esas propiedades, y fortalezcan su posición en el mercado. Todos debemos cooperar a que el paso al que hemos asistido con estupor, de considerar el aceite de oliva como el producto saludable por excelencia, a relacionarle, aunque sea remotamente, con el cáncer, sea extraordinariamente fugaz. Es deseable que pasemos esta página cuanto antes, y que se recupere un método de trabajo en la defensa de la salubridad de los alimentos que, sin menoscabo para la salud, nos evite alarmas injustificadas, porque, si se generaliza el procedimiento utilizado en este caso, no vamos a ganar para sustos. La crisis debe servir además como desencadenante de una gran tarea que el sector del aceite de oliva, con el apoyo de la sociedad española, tiene pendiente: una gran estrategia de promoción comercial del aceite de oliva en el mundo que nos lleve a asumir en el mercado el liderazgo mundial que ya detentamos en la producción.
En los últimos días se ha producido un grave deterioro de la imagen exterior de nuestra principal industria nacional, el turismo, y del producto del que somos líderes mundiales, el aceite de oliva. Cualquiera diría que nos ha mirado un tuerto. Creo que voy a pedir al Gobierno que mire para otro lado.Comparto plenamente el objetivo de la decisión del Ministerio de Sanidad sobre el orujo de oliva, pero discrepo radicalmente del método, porque ha causado innecesariamente un doble perjuicio: al conjunto del sector del aceite de oliva español, y a la credibilidad y a la autoridad del sistema de alerta para situaciones de crisis alimentaria.
La relación entre alimentación y salud es uno de los factores críticos para la competitividad de los productos alimentarios, pero también el que les hace más vulnerables. Esto es consecuencia de muchos factores. En las sociedades desarrolladas tenemos cubiertas las necesidades nutritivas, sin riesgos de desabastecimiento en el horizonte, lo que, unido a las crisis alimentarias sucesivas que hemos padecido, ha llevado al primer plano de las preocupaciones de los ciudadanos la calidad y la salubridad de los alimentos, junto con las consecuencias de su proceso de producción para el medio ambiente. Por otro lado, la búsqueda de la competitividad en mercados cada vez más liberalizados ha conducido a una carrera por la mejora de los rendimientos y la reducción de costes, con el uso intensivo de aditivos, fertilizantes y tratamientos fito y zoosanitarios, y el aprovechamiento al máximo de residuos y despojos, con efectos colaterales no siempre evaluados o considerados.
Afortunadamente, el progreso tecnológico y científico, a la vez que permite desarrollar nuevos fertilizantes, tratamientos, variedades o procesos, perfecciona las técnicas de análisis para medir los riesgos microbiológicos o de residuos y compuestos, genera conocimientos sobre sus consecuencias para la salud y aporta soluciones para problemas de salubridad, de calidad o medioambientales.
Éste es un proceso continuo, al que se intenta dar respuesta, desde la defensa del interés colectivo, con una permanente revisión de la regulación sobre los productos y las prácticas de cultivo o de la alimentación animal, sobre las tecnologías de proceso de la industria alimentaria o sobre los límites de presencia en los alimentos de productos y agentes potencialmente nocivos para la salud.
Hay quien critica, muchas veces con razón, que esa revisión regulatoria está demasiado mediatizada por los intereses económicos de los sectores concernidos, lo que lleva a una depreciación del principio de precaución, teniendo en cuenta que los responsables tienen que gestionar una situación de conocimiento imperfecto y que es ineludible un arbitraje entre riesgo y coste, porque el riesgo cero no existe, y el coste se dispara cuando se pretende acercar el riesgo a cero. La crisis de las vacas locas ha constituido un ejemplo de aplicación cicatera del principio de precaución, sobre todo por parte de quienes estaban directamente afectados y disponían de más información sobre la enfermedad, un error al que, aun disponiendo de una información más limitada, yo no me considero completamente ajeno. Por ello creo muy importante el papel que puede desarrollar en el futuro la Agencia Española de la Seguridad Alimentaria, que se acaba de crear, aunque opino que el modelo se ha quedado corto de ambiciones para la envergadura del reto.
Pero lo que está a debate con el asunto del orujo no es el límite de presencia de benzopireno, que debe establecerse siguiendo criterios científicos, muy probablemente en el más bajo que recomienden -aun con el riesgo de que terminemos teniendo que prohibir las barbacoas-, sino el método establecido para su introducción. Decisiones de reducción o de prohibición de determinadas sustancias en los alimentos se toman todas las semanas, por lo que no se entiende bien por qué precisamente se cambia el procedimiento habitual -aprobar los nuevos límites tolerables según la recomendación científica, con un período de entrada en vigor para la producción, que puede ser incluso inmediata y en ese caso ir acompañada de una sustitución ordenada de las partidas pendientes de comercializar que no cumplan las nuevas normas si, como se ha reconocido, no había peligro inminente para la salud, sino riesgo de daño futuro por consumo muy prolongado en el tiempo- con un producto, el aceite, que necesariamente iba a generar una extraordinaria alarma social por la evocación del caso de la colza, la más grave crisis alimentaria que ha sufrido nuestro país, y que además está emparentado con el aceite de oliva, del que lleva incluso el apellido, causando un perjuicio económico desproporcionado a todo el sector. Un daño que se podía haber evitado sin renunciar en absoluto al objetivo superior de protección de la salud.
El aceite de oliva es el único producto del que España es el primer productor mundial, y su sector está librando una gran batalla comercial para abrir nuevos mercados para una producción española creciente, en competencia con otras grasas vegetales -ya exportamos casi la mitad de lo que producimos-, y para conquistar el liderazgo mundial en la venta de aceite de oliva envasado y con marca que, pese a ser nosotros los principales productores, sigue ostentando Italia. Era inevitable que en los países no productores, con una cultura del aceite de oliva escasa, y con una mayor presencia de intereses vinculados a grasas competidoras, la alarma afectase y se agitase contra el aceite de oliva en general. A la gente le cuesta distinguir entre el aceite de oliva y el de orujo, al que considera simplemente un oliva de gama baja. Salvando las distancias, a nosotros nos ocurriría lo mismo si la alarma se hubiese producido por la presencia de benzopireno en algunos whiskies escoceses, relacionada con la práctica de poner en contacto la malta con el humo en su proceso de tostado, que proporciona ese característico sabor a humo de algunos preparados. ¿Cuántos consumidores españoles de whisky conocen esta práctica, o las diferencias entre un whisky de cebada, de centeno o de maíz? ¿Y no hubieran intentado aprovechar la crisis del whisky los productores de brandy de Jerez? El problema de lo acontecido es que hemos pasado de interpretaciones cicateras del principio de precaución a una sobre-reacción, y lo hemos hecho causando un perjuicio innecesario al producto estrella de nuestra dieta mediterránea, del que viven o con el que complementan significativamente su renta en España casi medio millón de familias, el 80% de ellas en Andalucía.
El aceite de oliva tiene su futuro vinculado a sus cualidades gastronómicas, pero, sobre todo, a sus extraordinarias virtudes para mejorar la salud y elevar la esperanza de vida de quienes lo consumen, en competencia con otras grasas vegetales cuyos defensores tienen un interés lógico en erosionar esa imagen. Por ello, el sector debe reforzar su apuesta por la calidad, acompañando las cualidades del producto con prácticas de cultivo y de elaboración que potencien al máximo esas propiedades, y fortalezcan su posición en el mercado. Todos debemos cooperar a que el paso al que hemos asistido con estupor, de considerar el aceite de oliva como el producto saludable por excelencia, a relacionarle, aunque sea remotamente, con el cáncer, sea extraordinariamente fugaz. Es deseable que pasemos esta página cuanto antes, y que se recupere un método de trabajo en la defensa de la salubridad de los alimentos que, sin menoscabo para la salud, nos evite alarmas injustificadas, porque, si se generaliza el procedimiento utilizado en este caso, no vamos a ganar para sustos. La crisis debe servir además como desencadenante de una gran tarea que el sector del aceite de oliva, con el apoyo de la sociedad española, tiene pendiente: una gran estrategia de promoción comercial del aceite de oliva en el mundo que nos lleve a asumir en el mercado el liderazgo mundial que ya detentamos en la producción.
En los últimos días se ha producido un grave deterioro de la imagen exterior de nuestra principal industria nacional, el turismo, y del producto del que somos líderes mundiales, el aceite de oliva. Cualquiera diría que nos ha mirado un tuerto. Creo que voy a pedir al Gobierno que mire para otro lado.
Luis Atienza Serna es economista. Fue ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación entre 1994 y 1996.
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