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Columna
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Alberto y su cultura

Qué admiración y qué pena produce contemplar la gran retrospectiva que el Reina Sofía ha dedicado a la obra de Alberto, uno de los mayores artistas españoles del siglo XX. Admiración porque la obra escultórica de Alberto (y con ella su pintura, tantas veces escultórica) hace de él acaso la expresión máxima de una escultura, la española, que dio antes de la guerra civil nombres tan claros. Pena, por no decir ira, asco, horror, por lo que tuvo de fatalmente truncada la trayectoria de Alberto y de los artistas leales a la República.

En el caso de Alberto, el levantamiento militar segó una creación que se encontraba en el cenit y que ya no pudo reanudarse plenamente, o con bastante plenitud al menos, hasta que pasó la glaciación estalinista, es decir, hasta 1956, porque el desterrado forzoso en la Unión Soviética no estuvo en condiciones de manejar de nuevo la gubia y el cincel hasta esa fecha. Pero ya le quedaban sólo seis años de vida, años que fueron muy fecundos pero no bastaron para compensar el doloroso silencio que como escultor debió guardar durante mucho tiempo.

Expulsado de España, acogido en la URSS, el pintor de Toledo y de Vallecas se alimentó largos años con el pasto de una punzante nostalgia, que no era suya solamente, pues era la de toda una generación violentamente desarraigada. Hay que repetirlo cuantas veces haga falta. En 1936 la cultura española atravesaba uno de los momentos más gloriosos de su historia. Escribían Unamuno, Baroja, Azorín, Antonio Machado, Ortega, Azaña, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Miguel Hernández; pintaban Pablo Picasso, Joan Miró, Daniel Vázquez Díaz, José Gutiérrez Solana, Salvador Dalí, Francisco Bores, Gregorio Prieto, José Caballero, Hernando Viñes, Maruja Mallo, Benjamín Palencia; esculpían Alberto, Ángel Ferrant, Pablo Gargallo, Julio González, Victorio Macho; hacían música Manuel de Falla, Ernesto Halffter, Gustavo Pittaluga; nuestros historiadores se llamaban Menéndez Pidal, Américo Castro, Bosch Gimpera; un joven llamado Severo Ochoa daba sus primeros pasos bajo la dirección del doctor Negrín, en la estela de Cajal; trabajaba el físico Blas Cabrera...

'Todo se vino abajo de golpe', dijo Neruda. Ardieron cuerpos y almas, y ardió toda una cultura que estuvo de veras en la pira del sacrificio hasta 1975, aunque ahora se pretenda señalar lo contrario, unas veces con buena intención, otras sin ella. Alberto fue quemado por los nuevos inquisidores, aunque el fuego, este fuego, nunca logra del todo sus propósitos, y a la entrada del Reina Sofía puede contemplarse ahora una réplica de su obra maestra, acaso la obra maestra de la escultura española del siglo XX, El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella. Y dentro están muchas de sus esculturas, de sus dibujos, de sus acuarelas, de sus lienzos, de sus decorados, como respuesta elocuente a la potente impotencia de los pirómanos.

Pensar que en el Pabellón Español de París se exponían El pueblo... y el Guernica ahorra muchos comentarios. Pero Alberto murió con el dolor de España (esa palabra que, según algunos, no debemos pronunciar), muy lejos de sus paisajes de Toledo y de Vallecas, va ya para cuarenta años. ¿Quién asume ese dolor?, ¿quién asume esa muerte?

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