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CONTRATO CON EL DIBUJANTE
Columna
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'Allons, enfants' de Euskalherria

Admitámoslo. Si convocamos a diez entusiastas del Athletic y les retamos a entonar, de cabo a rabo el nuevo himno del club, sus posibilidades de pasar la prueba son más escasas que las de un ciclista superando el control de hematocrito. Apuesto a que en lo que concierne a la letra de Agustín Zubikaray ni los hinchas más fervientes serían capaces de ir más allá del torpe balbuceo. Lo del titubeante tatareo de la partitura de Bernaola es otro cantar, porque un himno consta de música, letra e intérpretes, y éstos últimos no pasarían el examen ni a tiros. No es de recibo que nos conozcamos al dedillo el Asturias patria querida y el Himno de Marijaia, aprovechando la facilidad que le concede ese marchoso toque a lo Georgie Dan pasado por la trikitixa, para que ignoremos otros versos pomposos de composiciones más señeras. La tradicional destreza coral del país está en peligro. Salvémosla.

Cruel paradoja: nuestro sinfónico himno es tan mudo como la 'Marcha Real' española

Tomemos nota de los catalanes, gente seria y poco dada a improvisar. Acaban de instituir en la primaria el aprendizaje obligatorio de Els segadors. Los peores maledicentes han visto en la medida un gesto de violentar conciencias inocentes en patios escolares. Nada más lejos de la realidad. Al fin y al cabo todo país, autonomía, equipo, multinacional, empresa, colegio, patrona, regimiento y cuadrilla que se precien tienen su santo y seña musical. Alguien pensará que semejante decisión no merece tamaño empeño, pero eso sería volver al chiste del catalán al que se le cae un duro y comienza a buscarlo desesperadamente por el suelo. 'Déjalo, hombre, si un duro no va a ninguna parte', le dicen. Y replica el catalán: 'Por eso, por eso, tiene que estar por aquí'. La pela es la pela y el himno es el himno.

Ya va siendo hora de que nos tomemos en serio las polifonías identitarias. Es necesario cantar a una sola voz, sin runruneos desafinados ni lagunas, con esfuerzo, dedicación y disciplina, como en la extinta mili, donde a algunos nos tocó ensayar durante un mes, a razón de tres horas diarias, el Glorioso Himno de los Infantes de Marina: 'Gloria siempre dio a la Armada esta noble Infantería, por tierra y mar nos envía nuestra patria a batallar. Y es nuestro deber sagrado y es nuestro grito de guerra ser valientes por la tierra y valientes por el mar'.

Pronto otros infantes menos difuntos afinarán voces y afilarán hoces entonando con ardor guerrero la patriótica glosa de mosén Cinto Verdaguer: 'Bon cop de falc, defensors de la terra'. En cuestión de himnos, los catalanes no se andan con chiquitas. Se disponen a preparar los aperos desde la más tierna infancia para hacer frente al invasor en un metafórico junio sangriento, con esa bonita historia de segadores rebeldes levantados en hoces contra el Conde Duque de Olivares y han institucionalizado un cántico que alerta ante el peligro de abordaje.

Nuestro sinfónico himno, por el contrario, es mudo. Cruel paradoja, porque la Marcha Real, el himno de España, tampoco tiene poeta que le cante. Los más quejicas dirán ahora que la culpa es del Parlamento vasco por haber rechazado en su día el capricho de la oposición que eligió como melodía oficial el Gernikako Arbola. Desestimada la propuesta, nos quedamos compuestos y sin cuartetas cuando se decidió que el himno de país debía ser el del PNV, el Eusko Abendareen Ereserkia, pero obviando la bucólica, encendida y devota, sobre todo piadosa, letra de Sabino Arana : 'Encima de nuestro roble tenemos nuestra santa cruz, nuestra meta. Cantemos gora Euskadi gloria y gloria a su buen Dios de los cielos'. Y así, huérfanos de lírica, hemos dejado pasar una gran oportunidad para establecer un hecho sustancialmente diferencial con la ágrafa épica musical de los españoles.

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Bien es cierto que hasta ahora íbamos tirando como podíamos con las distintas composiciones de fervor religioso. Quien más y quien menos podía presumir de mantener el tipo con las estrofas del Himno de San Ignacio, el de la Virgen de Begoña o con cualquier otra advocación musical mariana, como la de la Virgen de Arrate, de la Antigua, del Coro, de Arantzazu o de Itziar. Pero ha llegado el momento de terminar con esa excesiva atomización de la himnología, que ha relajado las costumbres hasta el punto de hacernos perder la conciencia sobre el sentido vertebrador de un solo cántico con estrofas para todos.

Este es un problema de fondo que no hubiera sido resuelto ni siquiera con el loable intento de Madrazo de incluir la Internacional en el hilo musical de Ajuria Enea. Es urgente, pues, convocar a nuestros mejores bardos para llenar de contenido tan sensible laguna. El próximo curso, miles de niños cantores catalanes entonarán Els Segadors con más entusiasmo que La font del gat; mientras tanto, aquí seguiremos dando la tabarra con las selecciones deportivas cuando aún no tenemos un himno que echarnos a la boca. No sería justo enviar a nuestros muchachos hacia lo más alto del podio para hurtar luego al mundo la excelencias de nuestros ochotes. Las gestas nos aguardan y debemos estar preparados.

Hay que tomar medidas, interiorizar normas si es preciso. Conseguir que lo necesario sea vivido como voluntario, articular una coacción que parezca espontánea para que resulte efectiva. Nada de leyes a lo catalán. Primero, convocar en público concurso a nuestros vates más reconocidos. El himno vasco debe tener la letra que se merece. Luego, proceder a la progresiva inauguración de himnotokis. Y por último extender con naturalidad su aprendizaje por udalekus, euskaltegis y barnetegis. Así hay que proceder, callando, callando, gure estiroa. A nuestro estilo.

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